José
Jiménez.-
El final del eclipse no es una exposición de "arte latinoamericano".
Por una razón bastante directa: "el arte latinoamericano" como tal,
como pretendida unidad, no existe. No existe, más allá de las presiones
del mercado y de los centros de gestión del sistema institucional
del arte. O más allá del reducto de ideología colonialista que continúa
reduciendo a unidad lo diverso, lo plural, a través de la violencia
de la representación, como vía para poder manejarlo, gestionarlo.
1.-
América Latina y España hoy.
La
recién terminada década de los noventa ha producido algunas modificaciones
notables en la presencia y recepción de las culturas y el arte de
América Latina en el llamado "primer mundo" y, hablando ya específicamente
de Europa, de un modo muy particular en lo que se refiere a España.
El signo del cambio hay que situarlo en 1992, en la "celebración"
de una fecha que eufemísticamente pasó de ser denominada "Conquista"
a "Encuentro" entre dos mundos.
La
contestación y crítica, tanto desde diversas posiciones en América
como en la propia España, contribuyó a una indudable depuración de
los restos de consciencia colonialista. Aquellos que todavía siguen
manteniendo, a pesar de todo, un cierto eco en formulaciones como
las que destacan "la misión histórica de España" en la implantación
de su lengua, religión y cultura en América. Hablar de "misión histórica"
implica transformar el acontecimiento en destino, dar una legitimación
idealista a un proceso expansivo que, en su origen, fue militar, político
y económico.
Pero
de todos modos, y aun teniendo en cuenta la inevitable persistencia
de actitudes contradictorias, poco a poco ha ido adquiriendo cada
vez mayor peso en España la consciencia de la gran riqueza y diversidad
de las tradiciones culturales americanas autóctonas, tan rudamente
interrumpidas en su propio despliegue por la Conquista española. Así
como del perfil propio de experiencias y logros de las distintas repúblicas
americanas tras su independencia. Y con ello ha ido desarrollándose
progresivamente un nuevo clima de respeto en las relaciones culturales
de España con América, superando la imagen conservadora y retórica
de la "Madre Patria" y sus "Hijas" de América, para dar paso a una
relación entre iguales, entre naciones con los mismos títulos de dignidad,
que comparten numerosos e importantes aspectos en su pasado histórico.
Aunque,
no nos engañemos, ese nuevo "clima" se ha visto particularmente potenciado
por los nuevos intereses económicos y geopolíticos de España. La definitiva
integración de España en Europa, a través de las estructuras de la
Unión Europea, y la creciente "modernización" y "despegue" de su economía,
han convertido la relación con América Latina en una cuestión prioritaria
de Estado, asumida como tal por los distintos gobiernos democráticos
españoles, independientemente de su signo político concreto.
La
idea de hacer de España y Portugal "un puente" para las relaciones
de las naciones de América de habla española y portuguesa con el resto
de Europa y del mundo, dadas sus privilegiadas relaciones históricas,
ha acabado convirtiéndose en uno de los ejes de la diplomacia española,
cristalizando además en las "cumbres" periódicas de los altos mandatarios
de las naciones iberoamericanas, incluyendo a Portugal y España. Naturalmente,
los puentes son siempre de dos direcciones. Y eso ha permitido un
desarrollo verdaderamente espectacular de la presencia económica y
diplomática de España en América Latina, del que cabe esperar en un
tiempo no demasiado largo una modificación del marco global de relaciones.
Y
bien, ¿qué cabe decir respecto a las artes y la cultura...? En lo
que se refiere a la literatura, ya en la transición del siglo XIX
al XX, el contacto con la literatura de América escrita en español
supuso un impulso y un enriquecimiento notables de la literatura de
España. Lo que se conoce en historia de la literatura como "Modernismo",
y muy en particular la obra del gran poeta nicaragüense Rubén Darío,
ayudó de forma particularmente relevante a la actualización de la
literatura española del momento, a su definitiva entrada en los problemas
estéticos del siglo veinte. Algo después, en la segunda y tercera
década, no menos determinante y seminal fue el papel de mediación
entre la vanguardia parisina y los círculos literarios de Madrid que
desempeñó otro gran poeta, el chileno Vicente Huidobro.
El
contacto y la comunicación con la literatura en lengua española de
las Américas se mantuvo como una constante, incluso a través de situaciones
tan extremas como las de la Guerra Civil en España, el posterior exilio
de escritores e intelectuales (que al establecerse, sin embargo, de
forma prioritaria en distintas naciones de América Latina dieron un
importante impulso al surgimiento de nuevos lazos), la durísima post-guerra
en España y la larga Dictadura del General Franco, con todas las limitaciones
de la libertad de expresión que la misma supuso.
Ya
en los años sesenta, una nueva "oleada" de grandes escritores, algo
que se etiquetó con la fórmula propagandística de "el boom" de la
literatura latinoamericana, irrumpió con una fuerza espectacular en
el horizonte de las letras españolas. Jorge Luis Borges, Gabriel García
Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, José Lezama Lima, y algunos
otros nombres no menos importantes, aunque quizás con menor intensidad,
acabaron convirtiéndose en auténticos referentes literarios en España.
No
puede decirse lo mismo, sin embargo, de otras manifestaciones artísticas,
como la música o el cine, aunque en el primer caso la diáspora de
la generación de músicos de la República española permitiera establecer
algunas vías de comunicación con las naciones americanas. Ni tampoco
en el caso de las artes plásticas. A pesar de los innumerables elementos
de encuentro, casi siempre a partir de cauces individuales, o favorecidos
también institucionalmente durante el Franquismo fundamentalmente
a través del "Instituto de Cultura Hispánica", el desconocimiento
e incluso los abiertos prejuicios hacia el arte de los distintos países
de América Latina ha sido una constante que sólo ha comenzado a romperse
definitivamente en la década de los noventa.
Es
entonces, en el nuevo contexto económico y político al que me he referido
antes, y cuando ya se ha asentado algo más la muy reciente red institucional
española de arte contemporáneo, nacida en los ochenta, cuando además
de mirar hacia Nueva York y Europa comienza también a mirarse sin
condescendencia y con verdadero interés hacia América Latina.
El arte de las Américas.-
He
señalado en diversas ocasiones que considero que en los últimos años,
a partir de la década de los noventa, estamos viviendo "el momento"
del arte de América Latina en un plano internacional. Con ello quiero
indicar que se está produciendo una transición hacia un nuevo tipo
de presencia y reconocimiento del mismo, como parece desprenderse
de toda una serie de aspectos concomitantes. Tras casi dos siglos
de ser considerado "marginal", de figurar sólo en los apéndices de
las historias del arte académicas, asistimos ahora a un reconocimiento
generalizado de la importancia de ese territorio plural y tan intensamente
ligado a España desde un punto de vista cultural e histórico.
Es
verdad, sin embargo, que tras una primera aproximación, la cuestión
no deja de plantear algunos aspectos problemáticos. Empezando por
el propio nombre. El término "América Latina", de origen francés,
intentaba defender los vínculos de la nación gala con los países de
lengua española y portuguesa, frente a las expresiones "Iberoamérica"
o "Hispanoamérica", que subrayaban el papel histórico de España y
Portugal o de España, respectivamente, en la configuración de esas
comunidades.
En
cualquier caso, a la larga, el término América Latina ha terminado
por predominar: se ha impuesto en las naciones de cultura anglosajona
y es el más comúnmente empleado en los propios países a los que designa.
Curiosamente, el término fue incorporando ciertos referentes "progresistas",
algo por sí mismo discutible, aunque quizás la explicación de ello
resida, al menos en parte, en la utilización de las otras dos variantes
por los sectores políticos más conservadores de aquellas tierras y
de España.
Independientemente
de esa cuestión, las razones fundamentales del uso creciente del término
América Latina tienen, en mi opinión, que ver con la agitada historia
política de las naciones americanas en el siglo veinte, y muy en particular
con su contraste con EE. UU. Resulta altamente funcional para los
intereses políticos, económicos y de expansión cultural de la gran
potencia de América del Norte reducir a unidad todo el amplio conjunto
de naciones y tradiciones culturales diversas que se sitúan al Sur
del Río Grande.
El
término no debe utilizarse en un sentido esencialista. No se trata
de "ser", sino de "sentirse", en la línea de lo que Jorge Luis Borges
manifestaba en una entrevista de 1976: "Yo no sé siquiera si existe
una América Latina. Creo que los países, las nacionalidades, son actos
de fe. Y no sé si alguien se siente latinoamericano. Yo me siento
argentino, me siento oriental (...), también. Pero no me siento latinoamericano.
Y no creo que un colombiano se sienta latinoamericano, ni un mexicano,
tampoco. Creo que es una especie de abstracción geográfica, política.
Y que un estadounidense puede sentirnos como latinoamericanos, pero
nosotros no." (Borges, 1976, 235).
Pero
aquí surge una cuestión interesante: el término América Latina ha
acabado expresando, y en mi opinión quizás principalmente por la historia
política de las Américas en el siglo veinte, en sentido inverso, una
forma de "sentirse" a la vez distinto de lo que expresa el término
EE. UU. y semejante, a pesar de todas las diferencias, a todas las
naciones situadas al Sur de la gran frontera geopolítica. Una semejanza
en buena medida inducida por esa reducción a la unidad establecida,
dictada, desde EE. UU.
La
cuestión tiene una última derivación de gran interés en los momentos
actuales, en la era de la "globalización". Porque a través de la intensa
diáspora de población latinoamericana hacia EE. UU., forzada por las
durísimas condiciones de vida en sus países de origen, la comunidad
latinoamericana es cada vez más amplia y fuerte en el seno mismo de
la gran potencia. Y en este caso sí, con un "sentimiento" creciente
de unidad, de compartir rasgos comunes de identidad y, sobre todo,
objetivos sociales y políticos convergentes.
Así
que "la reducción a unidad", como suele suceder en la dialéctica política
y social, ha acabado teniendo un efecto de "boomerang", de retorno:
ha hecho y está haciendo "sentir" de forma creciente esa unidad a
un conjunto de comunidades que ponen en juego con ello su consolidación
como sujeto político y cultural. Decía también Borges (1976, 236),
en la misma entrevista: "Yo creo que habrá latinoamericanos el día
en que alguien se sienta latinoamericano." Pues bien, estamos asistiendo
a un proceso cada vez más intenso de asentamiento y expansión de ese
"sentimiento", naturalmente sin negar por ello las raíces diferenciales:
hay una gran diversidad de maneras de sentirse "latinoamericano".
En
cualquier caso, independientemente del nombre, la cuestión más compleja
es la existencia misma de "América Latina". En distintos momentos,
y desde diversas sensibilidades y planteamientos, los propios americanos
han considerado discutible que la gran diversidad cultural y social
de aquellos países se pueda englobar en una unidad. Y, ciertamente,
la mirada global y unificadora que permitiría hablar de "América Latina"
es, en su origen, una mirada externa, proviene del "otro": del colonizador,
primero, y de los centros económicos y políticos de poder, después.
Otra
cosa es que, a la larga, lo que significaba una exclusión o marginación
haya terminado por constituir un referente aglutinador en la tortuosa
fijación de una identidad política, cultural y social autónoma de
los pueblos situados al Sur del río Grande, frente a Europa y EE.
UU.
El
problema se hace aún más complejo si hablamos de "arte". Las diferencias
estéticas y culturales que caracterizan a los diversos países que
forman parte de lo que llamamos "América Latina" son tan intensas,
en toda su variedad y riqueza, que, como ya se ha indicado antes,
hablar en sentido estricto de "arte latinoamericano" de manera global
parece teóricamente inviable.
De
hecho, las publicaciones y estudios existentes, y en particular las
de los propios teóricos latinoamericanos, tienden a plantear reconstrucciones
de las diversas tradiciones nacionales o regionales, pero sin que
en ningún caso pueda hablarse de "un" arte latinoamericano homogéneo.
A no ser desde posiciones externas y pseudo-colonialistas, que en
no pocas ocasiones han intentado encontrar esa homogeneidad en las
supuestas características de "lo primario", "lo telúrico" o "lo fantástico",
meras pseudo-categorías que no resisten un análisis realmente contrastado.
No
resulta posible encontrar un denominador común en tradiciones artísticas
tan ricas y complejas como las de México, Cuba, Brasil, Argentina,
Uruguay, Venezuela o Colombia, que se sitúan en la primera línea de
la creación artística moderna, todas ellas con rasgos propios y diferenciadores.
Ni tampoco en las de los restantes países de América, aunque en algunos
casos pudieran tener un menor peso en el plano internacional.
La
idea misma de "arte latinoamericano" se ha empleado en no pocas ocasiones,
independientemente de las intenciones, desde posiciones eurocéntricas
y subrayando su carácter folklórico o exótico. Para la mentalidad
anglosajona y europea tradicional se trataba de países de fuerte pintoresquismo
y "retrasados", tanto desde un punto de vista económico como cultural.
En
otros casos, desde planteamientos "progresistas" pero lastrados por
un eurocentrismo ingenuo, se veía globalmente en "América Latina"
lo primario y lo primitivo, frente a las construcciones culturales
y racionales de la civilización europea. Sobre ese tópico, se podía
construir la estrecha asociación de "América Latina" con el surrealismo
o con el espíritu mágico, que de modo tan superficial como general
sigue hoy predominando en tantos acercamientos europeos y estadounidenses
a las culturas de aquellos países.
Por
último, es conveniente puntualizar también que la generalización del
rótulo "arte latinoamericano" surge como un factor de mercado, desde
el núcleo mundial del mismo: Nueva York. Es una forma de homogeneizar
toda una serie de productos con vistas a su integración en un circuito
mercantil sumamente saturado por las obras estadounidenses y europeas.
Aun
teniendo en cuenta todo lo anterior, si quisiéramos situar las raíces
de todos los aspectos problemáticos que rodean a las ideas de "América
Latina" y del "arte latinomericano", tendríamos que remontarnos a
1492, a esa fecha que, como recordaba casi al principio de este escrito,
tan absurdamente se quiso "celebrar" en España hace muy pocos años,
y que supuso el encuentro traumático de toda una serie de tradiciones
culturales autóctonas con la cultura europea.
En
algunas zonas del continente americano, particularmente en Mesoamérica
y en los Andes, se había llegado a un altísimo grado de florecimiento
cultural, con formaciones estatales, y en otras zonas había un complejo
mosaico de formas de cultura y civilización. Todo ello fue sumariamente
destruido durante la Conquista y la Colonización. La pluralidad y
riqueza cultural del Continente quedó reducida al estereotipo homogeneizador
del "indio", del "salvaje". De ahí la asociación, que todavía perdura
insidiosamente, de "América Latina" con lo primitivo, con lo salvaje,
aun entendido como algo primigenio.
Para
acercarse de una forma verdaderamente abierta y no eurocéntrica al
arte de las Américas hay que comenzar reconociendo la riqueza de las
tradiciones culturales autóctonas, la intensidad de su proceso posterior
de mestizaje con la cultura europea y, finalmente, su gran diversidad:
las diferencias que distinguen a las tradiciones nacionales de los
países que se fueron formando en el proceso de descolonización.
Sería
así mucho más apropiado hablar, subrayando la pluralidad, de "arte
de las Américas", de su riqueza y superposición o mestizaje de fuentes
culturales diferentes, que de "arte latinoamericano". Aunque, lamentablemente,
la fuerza homogeneizadora del mercado y de los medios de comunicación
pueda resultar, en este caso como en tantos otros, insuperable.
No
obstante, y teniendo siempre en cuenta esa pluralidad y diferencias
constitutivas, es importante también subrayar que los artistas de
Latinoamérica, y no sólo los de ahora: sino desde el momento mismo
en que la idea de "arte" viaja de Europa a América, actúan habitualmente
sin excusas culturalistas, con una libertad que está sedimentada en
las obras, en las experiencias mismas. Abiertos a la información del
ancho mundo, pero lejos de la enfermedad historicista y de las modas
vertiginosas que atenazan a muchos creadores en otras latitudes.
3. Un mundo y un arte en transición: mestizaje y universalidad.
Las
condiciones de vida y cultura se han hecho en el mundo actual crecientemente
complejas y problemáticas. La idea de un curso uniforme y homogéneo
de "la historia universal", articulado en el protagonismo de la cultura
europea y su expansión en América del Norte, de lo que con una expresión
bastante discutible se suele llamar "Cultura Occidental", resulta
cada vez más inaceptable.
Y
sin embargo, simultáneamente, la tendencia a la unificación económica,
política y comunicacional del mundo, es sin duda uno de los rasgos
definidores de esta época. Esa dinámica de "globalización" avanza
imparable, aun cuando frente a ella aparezcan también elementos que
la cuestionan.
El
más importante de todos ellos es la reivindicación de la especificidad
étnica o cultural. Lamentablemente, su derivación reactiva en el plano
político, cuando no su utilización instrumental por élites o grupos
de poder, ha dado lugar también al rebrote de los nacionalismos particularistas
que tan intensamente agitan el escenario geopolítico actual, con su
carga de violencia y pasionalidad.
Pero
en un sentido filosófico y moral, esa reivindicación de la especifidad
cultural opera como el gran dique frente a los aspectos destructivos
de la globalización. Como el elemento crucial en el mantenimiento
de la pluralidad de las tradiciones culturales de nuestro planeta.
En definitiva, de la preservación de su diversidad y riqueza antropológica.
La
cuestión es particularmente relevante en lo que se refiere a América
Latina. A pesar de la diversidad de tradiciones étnicas y culturales,
durante prácticamente el último siglo y medio la idea de una especificidad
cultural latinoamericana se ha convertido en un referente político
y cultural unificador en contraste con la cultura anglosajana de América
del Norte, que tras el hundimiento del bloque soviético es hoy la
única potencia hegemónica en un plano mundial.
En
esta situación, el arte: el conjunto de las artes, es quizás la piedra
de toque de todo el proceso, tanto por su capacidad para integrar
la tradición y la novedad, como por su búsqueda de la universalidad
a partir de lo individual y lo particular. La dialéctica de la globalización
y la especificidad cultural tiene en el universo artístico uno de
sus escenarios de contraste más relevantes y decisivos.
Pero,
¿existe un espacio para la expresión de la diferencia cultural en
las artes? El arte del siglo veinte es indisociable de un proceso
de "descubrimiento del otro", al que se dio el nombre distorsionador
de "arte primitivo". Enfrentada a alternativas radicales en el terreno
de la representación, la mentalidad europea sólo supo acudir a la
caricatura del bárbaro, el salvaje o el primitivo como forma de aceptación
de la diferencia.
Esa
actitud etnocéntrica y asimiladora no pudo evitar, sin embargo, que
los propios artistas emplearan esas alternativas radicales para llegar
a la transformación más profunda del arte de Occidente nunca antes
realizada. El llamado "arte negro y oceánico" permitió a la Vanguardia
clásica, con el ejemplo eminente de Picasso, eliminar el dogmatismo
academicista y fusionar la tradición creativa del clasicismo con procedimientos
de representación enteramente diversos. Y que, lejos de surgir de
la mera "espontaneidad" encierran un intenso componente intelectual,
de elaboración mental.
La
actitud de los artistas de vanguardia: fusión, mestizaje, con la que
se abre el horizonte artístico del siglo veinte, es en mi opinión
el mejor estandarte del futuro del arte. El anuncio de una "promesa"
de enriquecimiento antropológico, de respeto a las diferencias culturales
en el terreno de la representación. Hay que tener en cuenta, no obstante,
que esa promesa está lejos de ser alcanzada en el terreno institucional,
aunque en este caso como en tantos otros los artistas van por delante.
Como
señala Lucy Lippard (1990, 7), "las personas que 'cuidan' del arte
son abrumadoramente blancos, de clase media, y -en los escalones superiores-
usualmente varones", lo que implica un cierto sentido de exclusión
y exclusividad en sus pautas de actuación. Quizás habría que corregir
en parte la afirmación de Lippard, señalando que la presencia de mujeres
en ese entramado institucional es cada vez más importante. Pero, de
cualquier forma, es cierto que las instituciones artísticas tienden
a marginar o excluir todo lo que no consideran computable o integrable
en términos de valoración. Aunque, a la larga, y fundamentalmente
por motivos económicos o políticos, las instituciones artísticas sean
también capaces de asimilar y digerir prácticamente "todo".
Lucy
Lippard (1990, 7) ha señalado igualmente, y en este caso comparto
plenamente su punto de vista, que "el etnocentrismo en las artes se
contrapesa con una noción de Calidad que 'transciende los límites'",
y que "ha sido la cachiporra más efectiva" de la homogeneidad, de
una configuración globalizadora de las tendencias y las prácticas
artísticas en un plano internacional, a pesar de todos los intentos
de plantear alternativas.
Aquí
reside uno de los motivos principales, junto con la presión del mercado,
de que el arte de nuestro tiempo resulte a veces tan insatisfactoriamente
igual, de un extremo a otro del planeta, al menos en sus aspectos
más superficiales: modas y tendencias en boga. Frente a ello, me parece
necesario reivindicar una actitud de "rescate ideológico". Hay que
impugnar ese uso restrictivo y homogeneizante de la noción de calidad,
así como mostrar su configuración distintiva en el marco de diferentes
tradiciones culturales.
"Calidad" estética no es lo mismo independientemente de los contextos
de cultura, entendidos estos en un sentido antropológico. Y tampoco
creo que sea posible seguir manteniendo en nuestros días la ilusión
de una fundamentación teórica o filosófica de los límites del arte,
de la distinción entre lo artístico y lo no artístico, con criterios
meramente formalistas. Es decir, en último término, idealistas y esencialistas:
la categoría formal, idealista, de "Belleza", tan importante en todo
el despliegue de la tradición cultural de Occidente, no puede ya hoy
seguir valiendo como eje de fundamentación de las prácticas artísticas.
El
arte de nuestro tiempo se ve crecientemente confrontado con la necesidad
de dar respuesta al problema de la unidad y diversidad de las culturas
humanas. Desde el mestizaje de la representación que supuso el impacto
del "primitivismo" en las vanguardias históricas, se ha ido haciendo
cada vez más evidente la necesidad de volver a definir qué significa
universal y qué particular en materia de arte.
Mucho
más si se tiene en cuenta la incidencia del otro gran factor de modificación
moderna de las artes: la expansión de la tecnología, que emancipa
los procesos de creación artística de la manualidad, y abre un amplísimo
registro de nuevos soportes y manifestaciones.
La
convergencia de ambos factores: el mestizaje de la representación
y la expansión de la tecnología, permite comprender una dimensión
importantísima de las características expresivas del arte en esta
época de transición hacia un nuevo siglo. Ya no hay géneros "puros",
soportes sensibles delimitados y diferenciables desde un punto de
vista semiótico, como se pretendió desde el planteamiento clásico
de G. E. Lessing en su Laocoonte (1766). Los artistas de nuestro tiempo
integran en sus obras los soportes y materiales más variados, junto
con las posibilidades creativas tradicionales, manuales, y los más
diversos procedimientos tecnológicos.
Es
importante resaltar que, a estas alturas, el arte de hoy no puede
ignorar las peculiaridades estéticas de las culturas no occidentales.
Y también que tan negativo como lo anterior sería su mera asimilación
institucional y mercantil. La época de la aldea global, de la universalización
comunicativa, presenta como factor concurrente el de la diferencia
cultural. Las opciones son la homogeneidad y la uniformización, o
el mestizaje y el reconocimiento de la diversidad antropológica.
Aunque
siga persistiendo un discurso "lineal" e historicista predominante,
que tiene como soporte la tradición cultural y artística de Occidente,
la nueva porosidad histórica, así como la instantaneidad y accesibilidad
comunicativas características de nuestro tiempo, permiten sentar las
bases para un acceso de "lo otro", de "lo excluido", a los canales
globales de comunicación y transmisión de cultura, y por tanto poner
las condiciones de posibilidad de una presencia activa de lo diferente.
Es
preciso volver a diseñar lo que consideramos arte a la luz de la diferencia
y especificidad culturales, si elegimos como objetivo avanzar hacia
un proceso de mestizaje antropológico, de mezcla y superposición.
Aunque creo, no obstante, que avanzar en esa dirección debe suponer
también evitar con el máximo cuidado la mera autoafirmación particularista.
La aplicación mecánica de la contraposición centro/periferia en el
universo artístico y cultural, aun en una perspectiva pretendidamente
crítica, me parece sumamente negativa.
Ciertamente,
no faltan motivos para establecer analogías entre los procesos de
centralización política y económica y la circulación universal del
capital con la centralización y circulación "del arte", que también
tiene sus centros neurálgicos de poder, con lo que ello conlleva de
integración y uniformización. El rechazo de este último aspecto me
parece, filosófica y moralmente, indispensable.
Pero
no basta con ello. Y mucho menos con asumir un discurso autorrestrictivo
en defensa de la "identidad" propia, que marginaliza y excluye aún
más. Se trata de romper la cadena "centro/periferia" en su mismo núcleo,
asumiendo desde el particularismo cultural la más intensa pretensión
de universalidad.
Considero
que la afirmación de la diferencia cultural en el arte es enriquecedora
sólo cuando se presenta con esa tensión tendente a ampliar, a reformular,
lo que consideramos "universal". Es lo que podemos encontrar en algunos
grandes escritores americanos: Jorge Luis Borges, José Lezama Lima,
o Derek Walcott, por ejemplo. O en Heitor Villa-Lobos, una de las
primeras figuras de la música del siglo XX. Es difícil separar sus
obras de las tradiciones culturales en donde brotan. Y, simultáneamente,
nada en las distintas tradiciones culturales de la humanidad les es
ajeno.
Es,
también, el caso de los artistas plásticos más destacados de la vanguardia
latinoamericana, que cuenta ya con sus "clásicos modernos", nombres
suficientemente conocidos y reconocidos en la actualidad, como por
ejemplo Joaquín Torres-García, los muralistas mexicanos, Tarsila do
Amaral, Xul Solar, Armando Reverón, Tina Modotti, Rufino Tamayo, Wifredo
Lam, Manuel Álvarez Bravo, Antonio Berni, Roberto Matta, Lygia Clark,
Jesús Soto, o Hélio Oiticica, entre tantos otros. Artistas ejemplares,
cuyo universo creativo se configura a través de la yuxtaposición de
memorias y realidades distintas, de la síntesis de tradiciones étnicas
y formas artísticas occidentales. De esa síntesis, unas y otras salen
transformadas. Pero en un sentido antropológico enriquecedor, realmente
universalista. Como quizás es posible alcanzar sólo a través del arte,
con su intensa capacidad para articular lo diferente sin anularlo.
4.
La patria imposible.
La
propia "cultura de Occidente" es el resultado de un largo proceso
de síntesis y superposiciones, de sincretismos, que fueron cristalizando
a lo largo del tiempo. Y, por otro lado, "la pureza étnica o cultural"
es un espejismo racista, no ha existido nunca: las diferencias étnicas
no presentan ningún determinante biológico crucial, más allá de ciertos
aspectos meramente superficiales: estatura, color de la piel, algunos
rasgos faciales... La identidad étnica de un grupo humano es siempre
el resultado de un proceso cultural, simbólico.
En
realidad, lo que sucede en el arte está profundamente ligado a la
transformación de las culturas humanas en nuestro mundo. Estamos experimentando
un proceso en el que los nacionalismos homogeneizadores se contraponen
a un multiculturalismo por desgracia frecuentemente concebido en términos
de mera integración o uniformización. Tan inaceptable es la exclusión
de todo lo no homogéneo, como "el reparto" de tasas culturales. En
ambos casos, todo se hace equivalente, todo se nivela.
En
la propia Europa, el retorno actual de los nacionalismos, en principio
tan anacrónicos, está ligado en buena medida a la desaparición de
la Unión Soviética y de su sistema de poder supranacional. La quiebra
de la "satelización" soviética de los países europeos dio paso a la
reunificación de Alemania, o a transiciones democráticas en Polonia,
Hungría y Checoslovaquia conducidas en clave nacionalista. Lo mismo
hay que decir de la posterior escisión pacífica de las repúblicas
Checa y Eslovaca, de las diversas luchas nacionalistas en la ex-URSS,
o del estallido de Yugoslavia, con su terrible e inacabable guerra
y la aplicación de esa monstruosidad llamada "limpieza étnica" por
serbios y croatas. ¡Todo ello en el escenario supuestamente "homogéneo"
y "civilizado" de Europa...!
Es
"el retorno de las patrias". Una situación que, en buena medida, recuerda
el desgarramiento constante, las guerras y conflictos característicos
de la historia europea, que alcanzaron su punto máximo de inflexión
en la experiencia de las dos guerras mundiales del siglo que acaba
de terminar.
En
realidad, las políticas nacionalistas son la expresión de un desajuste.
En el plano ideológico, el nacionalismo implica la cristalización
de unas pautas antropológicas de identidad que no siempre tienen una
correspondencia armónica con las estructuras económicas o políticas.
Sobre
la base de la unidad biológica de nuestra especie, entiendo la identidad
humana como un proceso cultural, simbólico, en el que se puede diferenciar
una serie de planos o niveles superpuestos (Jiménez, 1984, 152-166).
Distingamos, en primer lugar, la identidad individual: la que se configura
en el proceso de constitución del "yo" (que no es un dato "natural",
ni una "sustancia" espiritual), en un contexto cultural determinado.
Más
allá de la configuración simbólica del individuo, el espejo de la
cultura forja otro nivel de identidad, la identidad particular. Es
ésta la que recubre a un conjunto de individuos cuya identidad se
establece como diferencia cultural frente al grupo, como particularismo.
Pongamos como ejemplos los grupos sexuales (hombres/mujeres), de edad
o de parentesco, a través de los cuales se estructura la vida y la
actividad en tantas culturas humanas. Y en el mundo moderno, los particularismos
derivados de la inserción en los distintos espacios del proceso de
producción: proletariado industrial, burguesía... O de las distintas
opciones sexuales: heterosexuales, gays, lesbianas...
Además
de esos dos planos, los seres humanos forjan en su experiencia vital,
en su inserción en una tradición de cultura determinada y en unas
relaciones sociales concretas, otras pautas más generales de identidad.
Es lo que llamo identidades étnica y política, que rara vez son coincidentes
en el decurso del mundo moderno, ocasionándose así el desajuste de
"los nacionalismos" al que antes hacía referencia.
El
antropólogo noruego Fredrik Barth ha insistido en el papel central
de la identidad en la configuración de los "grupos étnicos". Según
Barth (1970, 11), el grupo étnico "cuenta con unos miembros que se
identifican a sí mismos y son identificados por otros". Aunque pueden
contar con un concomitante territorial, los límites de los grupos
étnicos son sociales, y su rasgo crítico está constituido por la adscripción
de los individuos, por su identidad étnica. Ésta se genera en un ecosistema
determinado, a partir de los procesos de producción y de adaptación
desarrollados por el grupo, y del lenguaje y del conjunto de creencias
que articulan la tradición cultural.
Pues
bien, este concepto teórico de etnicidad viene a coincidir con lo
que comúnmente entendemos por "patria". Que, a su vez, se reformula
en un sentido político cuando pretende ser o convertirse en una "nación".
Pero "patria" y "nación" no siempre coinciden. En realidad, sobre
el plano étnico de identidad, los procesos de escisión y estratificación
social dan lugar a un nivel aún más general de identidad, que es la
que propongo caracterizar como política. Se trata de una adscripción
abstracta de identidad, que supone la existencia de la desigualdad
o jerarquización política, y su referencia simbólica es un centro
de autoridad y de dominio que alcanza su más intensa eficacia en el
Estado moderno.
Las
dimensiones individual, particular o étnica quedan integradas, subsumidas,
y hasta cierto punto negadas (casi en el sentido de la dialéctica
hegeliana), en este nivel abstracto de identidad. Que permite en su
pretensión de universalidad el grado más alto de encubrimiento de
la escisión social, y de atribución a los seres humanos de una identidad
homogénea y puramente referencial. Este proceso llega a su máxima
expresión con los estados nacionales de los tiempos modernos, en los
que podemos encontrar un mosaico de grupos étnicos diferenciados,
integrados históricamente por una fuerza política y militar centralizadora.
La
abstracción generalizadora del derecho estatal, la ley del Estado,
establece la "igualdad" jurídica de los ciudadanos, en ruptura con
los privilegios estamentales del antiguo régimen. Pero ese paso, decisivo
para el desarrollo de los sistemas económicos y políticos de los tiempos
modernos, conlleva también una negación de los particularismos étnicos.
Es
más, la tendencia a la homogeneidad abstracta que, además de su cristalización
política en el Estado, se ve fuertemente impulsada por la abstracción
que igualmente caracteriza al capitalismo como modo dominante de producción,
abre paso a la formación de unidades políticas supraestatales, que
refuerzan aún más la centralización del sistema político, al tiempo
que favorecen la circulación del capital.
El
rebrote de los nacionalismos, su resurgimiento actual, podría ser
contemplado, desde esta óptica, como un movimiento de defensa de la
identidad étnica frente a la identidad política superpuesta, estatal
o supraestatal. La abstracción coercitiva del Estado supone para ciertos
grupos étnicos una experiencia de "pérdida de la patria". Y de ahí
su reivindicación. Y, en clave política, la raíz de los "independentismos",
de la voluntad de formar un Estado propio por parte de los pueblos
que se consideran a sí mismos "naciones sin Estado".
Aspectos
todos estos sumamente relevantes en el caso de América Latina donde,
por un lado, a las "minorías étnicas indígenas" se les suele negar
todavía, incluso hoy, su reconocimiento como sujetos políticos, y
donde, por otro lado, la institución estatal presenta en no pocos
casos una auténtica falta de solidez. Lo que hace que, en lugar de
ser un auténtico garante del dominio de la ley, de un pacto de convivencia
entre iguales, actúe más bien como núcleo de defensa de un sistema
dependiente de poder y de los grupos sociales locales que operan como
gestores subordinados de ese sistema.
Pero
entiéndase bien. Quiero sugerir que esas reivindicaciones de "la patria"
a las que antes aludía son un proceso reactivo, en el que se revela
el deseo de dar una configuración política a la identidad étnica,
como vía de respuesta a presiones económicas y políticas. Más allá
de los rasgos étnicos constitutivos, la patria es, en el fondo, una
imagen ideal. Un universo del que el hombre moderno se siente arrojado,
y al que, sin embargo, quiere retornar, sorteando dolor y sacrificios.
Y esto vale tanto para Europa como para América, estoy hablando de
un rasgo consustancial al ser humano.
La
inversión de esa imagen, su contraperfil negativo: sin patria, atraviesa,
con encarnaciones diversas pero como una constante, los siglos diecinueve
y veinte, y perdura también hoy intensamente. La formación de nuevas
naciones, los desplazamientos producidos por las guerras, las migraciones
y desplazamientos de todo tipo. La imagen de la muerte itinerante.
El sufrimiento: hambre, constricción de la naturaleza, enfermedad,
de los que ni siquiera poseen suelo propio. Es la imagen de los que
no tienen patria. Los desplazados. Los "refugiados", a quienes nadie
quiere.
Un
ejemplo reciente: el éxodo de los kurdos de Iraq. Es otra muestra
de los efectos devastadores de la hegemonía técnica y militar de Occidente
sobre los pueblos de la Tierra, y en concreto sobre el eufemísticamente
llamado "Tercer Mundo".
La
estabilidad de Occidente, según el diseño hegemonista del proclamado
"Nuevo Orden Internacional", no puede permitir una modificación de
las fronteras en los focos sensibles de su sistema de dominio, como
se demostró con la Guerra del Golfo. Pero responde tan sólo con una
mirada distante o, a lo sumo, con un gesto de compasión cargado de
mala conciencia ante la tragedia de pueblos económica y políticamente
inexistentes. Como los kurdos. Como ciertas etnias y naciones africanas.
Sin peso geopolítico determinante, podría casi decirse que el continente
africano ha sido abandonado a su "suerte", relegado al olvido, prácticamente
en su conjunto.
El
ideal racionalista del pensamiento ilustrado en el siglo XVIII, en
el momento histórico de inicio de la cultura moderna, había fijado
como horizonte el declive de las patrias, una visión "cosmopolita"
de la historia. En esa visión, el hombre: "ciudadano del mundo", superaría
los atavismos particularistas. El individuo podría "reencontrarse"
con la especie. Immanuel Kant (1784, 20), por ejemplo, formuló "la
esperanza de que tras varias revoluciones de reestructuración, al
final acabará por constituirse aquello que la naturaleza alberga como
intención suprema: un estado cosmopolita universal, en cuyo seno se
desarrollen todas las disposiciones originarias de la especie humana."
Auténtica
"fé filosófica". Se supone no sólo que "la naturaleza" tiene un finalismo,
"una intención suprema", sino además que la mente filosófica ha sido
capaz de identificarla como "un estado cosmopolita universal". Ese
sueño de unidad y armonía no ha dejado, sin embargo, de ir astillándose
en los desgarramientos profundos: rebrote recurrente de los nacionalismos,
guerras, genocidios... que jalonan el inflamado decurso de los siglos
diecinueve y veinte.
El
sueño filosófico tenía un reverso trágico. La eliminación de las patrias
no se ha producido como culminación "natural" del destino de la civilización
humana, sino a través de un imparable proceso globalizador y expansivo
de la economía y la técnica, que ha ido asimilando o destruyendo los
espacios naturales y las tradiciones de cultura que se interponían
en su camino.
El
desarrollo tecnológico y el "progreso" económico han avanzado indisociablemente
unidos, actuando como los principales protagonistas del tipo de homogeneización
hacia el que avanza el mundo. La "planetarización" del sistema económico
mundial ha buscado continuamente su apoyo en la expansión de la técnica,
como expresión de la voluntad de dominio de la naturaleza. Y gracias
a la antropología sabemos que en el contacto, más o menos conflictivo,
entre culturas diversas los sistemas de producción más potentes y
la tecnología superior cristalizan en unas relaciones de predominio.
A través del colonialismo, con su economía y su técnica, Occidente
ha despojado a todos los pueblos de la tierra, en mayor o menor medida,
de su "patria". De sus raíces culturales y de su relación tradicional
con su entorno natural.
La
experiencia: la transmisión personal y circunstanciada de la sabiduría
vital acumulada durante generaciones, se ha ido empobreciendo. Y el
silencio de las generaciones modernas no brota ya del encuentro con
la verdad, de la quietud reflexiva, sino de la pérdida o ausencia
de palabras, de lenguaje, la auténtica "patria del hombre", como decía
Fernando Pessoa.
¿Con
qué términos, por ejemplo, describir la guerra de destrucción masiva?
La primera aplicación de la técnica industrial en la guerra de 1914-1918
llevó hasta el extremo, como hizo notar Walter Benjamin (1933, 168),
la indefensión del hombre "en un paisaje en el que todo menos las
nubes había cambiado". "Entonces" -señala Benjamin- "se pudo observar
que las gentes volvían mudas del campo de batalla. No enriquecidas,
sino más pobres en cuanto a experiencia comunicable."
La
coerción y expansividad de ese sistema económico y técnico, y por
ello también político, de dominación han sido tan intensas que la
más opaca y resistente homogeneidad caracteriza hoy a las diversas
culturas humanas, integrando y subordinando sus particularismos. Puesta
al servicio de "la comunicación", la técnica ha hecho paradójicamente
más pequeño y angosto el mundo. En lugar de avanzar hacia la patria
universal, vivimos cada vez más en una "aldea global" (McLuhan y Powers,
1984), sin respeto por las diferencias. Donde todo gira hacia lo uniforme.
Sabemos,
también, que no hay vuelta atrás en las condiciones de vida que marcan
las estructuras económicas y el desarrollo de la tecnología. La actitud
melancólica no lleva a otra cosa que a la pasividad y a la impotencia.
Se trata, por tanto, de intentar propiciar un giro emancipatorio de
la condición humana, apoyándose precisamente en la posibilidad de
los usos creativos de la tecnología y el crecimiento de las posibilidades
de acceso a los canales de información, algo que hacen viable hoy
la tecnología digital y las redes mundiales de comunicación. Por eso
es importante el arte, el conjunto de las artes, con su fuerza de
integración de lo particular y lo general, donde se establece un auténtico
modelo antropológico de universalización no coactiva.
Pero,
una vez más, se trata por ahora de posibilidades: la cuestión decisiva,
tanto desde un punto de vista político como moral, es quién detenta
el control de los centros de decisión: económicos, tecnológicos, políticos,
comunicativos... La lucha por un mundo mejor se sitúa hoy en una nueva
frontera, frente a una esfera de poder sinuosa, inasible, supranacional,
opaca, globalizadora.
La
economía, la técnica, las comunicaciones de masas, convertidas en
instancias planetarias. La transformación internacional de la naturaleza
en artificio uniforme, como claramente indica la expresión "recursos
naturales". El hombre contemporáneo vive sin raíces, ha sido desterrado
de sí mismo. La "patria universal" del presente es la homogeneidad
impuesta a las distintas formas de experiencia y tradiciones de cultura.
Ni los individuos ni las sociedades humanas pueden vivir sin traumas
un proceso similar. El hombre es un ser de diferencias. Y su autoafirmación
reclama el particularismo, el acento de lo propio.
Por
eso, el sentirse extranjero, una nueva y radical condición de nomadismo
profundo y generalizado, define la situación de la vida contemporánea,
impregnando a la vez intensamente el universo de las artes. De nuestra
interioridad más profunda brota la búsqueda de raíces. La imagen del
suelo nativo. De la patria. De la que, sin embargo, siempre nos sentimos
ausentes, lejanos.
Porque
en realidad, es algo inalcanzable. Se trata, como escribió Ernst Bloch
(1959, III, 501), de "algo que a todos nos ha brillado ante los ojos
en la infancia, pero donde nadie ha estado todavía: patria." Por eso,
cuando de forma reactiva se pretende concretarla en una "nación",
en una unidad política abstracta, se convierte en algo coercitivo
y destructivo. De ello sabemos no poco en la turbulenta historia de
España y de América Latina.
La
verdadera "patria" no está en ningún lugar, es inexistente. Es la
imagen ideal del universo feliz, que vive como un mito radiante en
nuestra imaginación y en nuestra memoria. Pero su existencia no es
real. Ya lo lamentaba Friedrich Hölderlin en su Hyperion: "¡Ay! para
el salvaje pecho del hombre no hay patria alguna posible".
A
ese territorio luminoso no llegamos nunca. Como a Moisés, nos está
vedado el acceso a la tierra prometida. Pero además, en estos tiempos
modernos de cultura laica, impregnados del declive de lo sagrado,
de la experiencia de "la muerte de dios", sería también ilusorio albergar
la esperanza escatológica de una patria supraterrenal, identificada
con el reino de los cielos.
La
patria está en la búsqueda, y también en la añoranza de reposo que
brota de nuestro corazón solitario y errante. Porque la vida humana
es, ante todo, itinerario. Estar siempre en camino. Por eso, en el
fondo, todos nosotros, seres humanos, somos como un kurdo sin patria,
íntimamente extranjeros en cualquier lugar de la tierra. Y por eso,
frente a los nacionalismos, con su carga implícita de destructividad,
o el cosmopolitismo abstracto, encubridor de la homogeneización y
la globalización, la auténtica alternativa se sitúa en la reivindicación
de una especificidad cultural dinámica, no esencialista.
La
crítica romántica del racionalismo abstracto de la Ilustración, de
la época de las Luces, me parece en este punto extraordinariamente
vigente. La auténtica patria del hombre no tiene perfiles geográficos
ni fronteras. El sueño filosófico, cosmopolita, de una patria universal
y homogénea es un espejismo destructivo. La verdadera patria es la
imagen de las diferencias humanas, la diversidad de sentimientos,
lenguajes y culturas. Los itinerarios plurales que trazamos en nuestro
incesante caminar. Precisamente hacia la patria.
5.
El protoplasma incorporativo del americano.
Hay
rasgos en las tradiciones culturales de América Latina que hacen de
este gran universo plural y diverso un ámbito especialmente favorable
para poder asumir las grandes transformaciones del arte y de la cultura
a las que acabo de referirme. Las naciones latinoamericanas proporcionan
a sus artistas un ámbito en el que el mestizaje de la representación
puede llevarse sin complejos hasta las últimas consecuencias, les
resulta algo connatural. Lo que, unido a la creciente disponibilidad
de acceso a las nuevas tecnologías, permite pensar que el conjunto
de las artes y la dinámica cultural de América Latina están en condiciones
de asumir un relevante protagonismo creativo en el escenario histórico
que vivimos de transición a un nuevo siglo.
Las
culturas de América son el resultado de un prolongado, complejo entramado
de síntesis, de entrecruzamientos, de mestizaje. Y lo mismo puede
decirse de su música, su literatura y sus artes plásticas. Me parece
muy acertado el punto de vista de Ángel Kalenberg, quien sostiene
que la dinámica del arte en América Latina se caracteriza por la capacidad
de apropiarse de todas las "formas" generadas en otros contextos culturales,
pero cambiando y subvirtiendo sus "sentidos".
Esa
dinámica de apropiación subversiva marca una característica propia,
definitoria, del arte procedente de América Latina, un rasgo de especificidad
cultural del mismo, hablando en términos generales. Lo que desde un
planteamiento superficial podría considerarse "copia", "emulación"
o, habitualmente, "retraso", supone en realidad un proceso multiforme
de reabsorción y diálogo con todas las propuestas culturales del planeta.
Ir
y venir. Un sentido nómada, desplazado, de la cultura. Esto explica
la fuerza fecundadora del viaje: físico y mental, de ida y vuelta,
entre América y Europa, y después entre la América Anglosajana y la
América Latina, que aparece como un rasgo recurrente en las muy distintas
vertientes de las artes de Latinoamérica. Algo que intensifica su
potencia de hibridación, la fuerza de su mestizaje, su capacidad de
integración universalizadora. Estoy hablando de lo que el gran poeta
José Lezama Lima (1957, 183) llamó "esa voracidad, ese protoplasma
incorporativo del americano".
Ese
"protoplasma incorporativo", a través de un largo proceso de asimilación
de formas y subversión de sentidos, acabaría dando lugar durante el
siglo veinte a un talante artístico diferenciado de la tradición europea
y estadounidense, pero en diálogo con ellas, desde la especificidad
social y cultural de los distintos países latinoamericanos. La voz
plástica definitivamente propia es así una conquista contemporánea,
se consolida a lo largo del siglo veinte, en un audaz proceso de apropiacionismo
cultural y estético, que se despliega no sólo en las artes plásticas,
sino también en la literatura o en la música, en todas las artes en
su conjunto.
Pero
hay, además, todo un conjunto de signos que parece indicar que, por
fin, en el siglo que viene el arte de América Latina alcanzará en
la escena internacional el rango que le corresponde por su calidad
y especificidad cultural. El final del eclipse intenta avanzar en
esa dirección, estableciendo un diálogo crítico y abierto en el arte
actual de esa gran comunidad de países y culturas. Diálogo "en", y
no con: diálogo que pretende formar parte, estar dentro, ser cómplice.
Al hacerlo, se trata también de propiciar un punto de encuentro, una
plataforma de comunicación y diálogo entre los artistas y las distintas
situaciones del arte en las Américas que, desafortunadamente, no mantienen
entre sí suficientes instancias de intercambio y conocimiento mutuos.
Las
formas y tradiciones artísticas europeas irrumpieron hace ahora cinco
siglos en América, en el traumático proceso de encuentro de dos mundos
enteramente diferentes. Desde entonces, las diversas naciones de América
han ido mostrando una intensa capacidad de asimilación de las tradiciones
culturales europeas, a las que sin embargo les dan un talante propio,
un sesgo diferente.
Probablemente
sólo su entramado constitutivo, profundamente anclado en el mestizaje
cultural, explica esa capacidad de absorción de lo diverso característica
del latinoamericano, esa potencia "caníbal" o "antropofágica", para
hacer una referencia en este punto a Oswald de Andrade. Fuera de América
Latina es difícil encontrar un grado tan intenso de fusión de lo nativo,
lo europeo y lo criollo, en una síntesis además heterogénea y plural,
diversa en las distintas áreas culturales del Continente.
Ni
Europa ni EE. UU. han sido capaces de comprender y aceptar en un plano
de igualdad esos rasgos distintivos de la identidad latinoamericana.
Al contrario, lo habitual ha sido buscar una relación de hegemonía
política, económica y cultural, que ha marcado la dinámica de los
periodos colonial y neocolonial que los pueblos latinoamericanos se
han visto obligados a soportar.
En
el plano específicamente artístico, el punto más avanzado de la sensibilidad
europea y estadounidense se situaba, indudablemente con la mejor buena
fe pero a la vez con bastante ingenuidad, en la valoración de América
Latina como un territorio "originario" de cultura. Es decir, como
un espacio todavía virgen, no sometido a la censura de lo racional,
y donde "la imaginación" se convertía en la facultad humana dominante.
Obviamente,
esta postura, cargada de paternalismo, implicaba un nuevo desplazamiento,
hacia los pueblos latinoamericanos, del estereotipo del "buen salvaje",
ignorando la importancia y densidad de las culturas y civilizaciones
autóctonas de América. Desgraciadamente el estereotipo llega incluso
hasta nuestros días, y además interiorizado por algunos escritores,
artistas y teóricos latinoamericanos, con esa fórmula banal y reductiva
del "realismo mágico", que introduce una escisión entre fantasía y
proceso histórico, legitimando implícitamente la negación del protagonismo
de América Latina en el escenario internacional.
Pero
las cosas están cambiando. En mi opinión, la cuestión fundamental
que hoy determina el destino de las naciones de América Latina es
el de una auténtica consolidación de la democracia, en las vertientes
política, social, económica y cultural. Es verdad que la historia
convulsa de esas naciones muestra toda una serie de rasgos: totalitarismo,
caudillismo, burocracia y fragmentación política y social, que ponen
en cuestión la posibilidad de avanzar hacia la democracia, y que a
la vez remiten a la historia de las propias metrópolis de origen,
España y Portugal.
Sin
embargo, con el cambio del marco geopolítico, con la desaparición
del referente alternativo del "bloque soviético", y el creciente cuestionamiento
internacional de las políticas de hegemonía y dominación, parecen
por fin darse las condiciones para una autentica emancipación política,
social, económica y cultural. Para una verdadera independencia de
los pueblos de América Latina, que supere definitivamente las ataduras
coloniales y neocoloniales.
Obviamente,
todo ello habrá de tener su correspondencia específica en la cultura
y en las artes de América Latina que, de cara al nuevo siglo y al
nuevo milenio, se abren a unas perspectivas en las que, lejos de ser
consideradas manifestaciones "marginales", "exóticas" o, en sentido
general, "dependientes", deberán percibirse y conceptualizarse en
toda su especificidad y características distintivas.
En
ese sentido, creo que resulta apropiado afirmar que estamos ante el
final del eclipse que hasta ahora nos impedía ver sin filtros distorsionadores
la verdadera situación de América Latina. El final del eclipse es
una metáfora conceptual, con la que quiero indicar que por fin se
dan las condiciones históricas y políticas para una aproximación a
las culturas y el arte de América Latina, más allá de los lugares
comunes, de la repetición de estereotipos ya gastados, de la reducción
a lo exótico. Este concepto-metáfora vertebra la propuesta de la exposición
que presentamos.
No
se trata, como he indicado ya desde el principio de este texto, de
una muestra de arte "latinoamericano", algo que como tal, como supuesta
homogeneidad, no existe, más allá de las pretensiones del mercado,
o de los centros de gestión y poder del sistema internacional del
arte. Tampoco se trata de presentar una selección de obras y artistas
a partir de criterios geográficos o diplomáticos, donde todo el conjunto
de las culturas y países que integran América Latina estuviera, de
un modo u otro, presente.
Tampoco
busco establecer un catálogo, o una enumeración más o menos exhaustiva
de prácticas o tendencias, ni mucho menos intento fijar algo similar
a un "canon". Sí busco, y esto me parece muy importante, una coherencia
conceptual y propiciar la legibilidad de la muestra por los muy diversos
públicos que podrán acceder a ella, que sus líneas de sentido resulten
accesibles.
El
propósito de la exposición es muy concreto: dar una imagen abierta
y rigurosa, del arte que procede de América Latina, centrándose en
un conjunto significativo de artistas que, con sus propuestas, abren
vías o perspectivas de trabajo que resultan significativas en un plano
universal de cara al nuevo siglo en el que entramos.
Se
trata también de subrayar que en el horizonte del nuevo siglo el arte
que procede de las Américas es arte sin más, lejos de cuestiones y
planteamientos que durante el siglo XX han obsesionado, y quizás limitado,
su proyección, como los referentes a "la identidad", "centro/periferia",
"el realismo mágico", "lo salvaje", "lo exótico", etc. Algo que los
propios teóricos latinoamericanos del arte han subrayado con claridad,
como puede verse en la recopilación de ensayos Más allá de lo fantástico,
editada por Gerardo Mosquera (1995), y también en el reciente texto
del mismo "Good-bye identidad, welcome diferencia" (Mosquera, ?).
Mi
propuesta se sitúa más allá de "la identidad" como fijación obsesiva,
como determinante y telos final de la obra. Atendiendo sin embargo
a un concepto de identidad como trasfondo, raíces antropológicas,
como plano subyacente en una escala (en el sentido musical) de deslizamientos
e integraciones, de mestizaje e hibridación cultural, característica
de la historia de América Latina, pero aún más profunda si cabe en
el marco de la transición del siglo veinte al siglo veintiuno. Un
concepto cuyas claves teóricas, filosóficas, he ido desgranando en
el desarrollo de este escrito.
Y
otro matiz importante: en ningún caso apunta la muestra a una idea
de "nuevo arte" de América Latina. Se sitúa en las antípodas de toda
pretensión de "descubrimiento" del otro, y mucho más como "novedad".
Al contrario, se trata de establecer un contraste, un diálogo expositivo
y conceptual con trayectorias artísticas suficientemente sólidas y
estructuradas. Capaces por sí mismas de configurar y poner en pie
claves y dimensiones de la intensa transformación y metamorfosis que
las artes y la cultura en su conjunto están experimentando en esta
época de transición.
Mi
selección de obras y artistas se ha guiado ante todo por la idea de
privilegiar propuestas de alcance universalista, cuya modulación se
sitúa en la última frontera estética. Es un arte que cualquiera puede
asumir como propio, dirigido a uno y todos los públicos, a un espectador
sin patria, en el sentido definido más arriba. Y se trata con ello,
también, de mostrar a través del arte hasta qué punto es inadecuado
antropológicamente distinguir entre el "primer" y el "tercer" mundo.
Al menos en el terreno de las ideas y los sentimientos, donde hunde
sus raíces más profundas el arte, no hay más que "primer mundo": lo
humano tiene una única medida. Y el arte es el mejor sismógrafo de
las necesidades antropológicas y de sus oscilaciones.
Hablo
de "alcance universalista", de universalización, e intento contraponer
esta idea a los planteamientos de "globalización" del arte como mera
integración jerarquizada de la diferencia. La categoría universalización,
con toda su latencia utópica, expresa la dinámica de transformación
de lo singular en universal, consustancial al arte. Planteo un uso
filosófico preciso de la categoría, como formulación de la pretensión
de universalidad sobre la que se fundamenta el juicio estético: la
producción y la recepción estéticas configuran un círculo específicamente
humano, capaz de ir más allá de los determinantes concretos de situaciones
y experiencias, de trascenderlos.
La
exposición pretende también servir de cauce para la toma en consideración,
a través de un conjunto de prácticas y propuestas artísticas, de la
intensificación de su papel como sujeto histórico de las distintas
comunidades de América Latina. Centrándonos en el arte, se trata,
muy en particular, de incidir en lo que podríamos llamar una transformación
de la mirada, en la que lo latinoamericano deja de ser mero "objeto"
de visión, para convertirse de forma creciente en una forma de mirar,
en protagonista, en sujeto de visión. Algo que, con toda la diversidad
de acentos y registros que los caracteriza, resulta común al conjunto
de artistas y piezas seleccionados.
El
final del eclipse: el término eclipse designa la desaparición de un
astro por la interposición de un cuerpo entre ese astro y el ojo del
observador, o bien entre ese astro y el sol que lo ilumina. Por eso
es sumamente preciso para lo que quiero indicar: no es que las culturas
y el arte de América Latina no hayan tenido durante siglos una calidad
y un valor propios. Es que el "cuerpo" de la ideología colonial y
neocolonial impedía "verlo", cuando se alcanzaba a verlo, de un modo
no distorsionado, directo.
El
eclipse puede ser total o parcial, y gracias a ello las culturas y
el arte de América Latina han ido conquistando espacios de reconocimiento,
aunque siempre de modo fragmentario o excepcional: parcial. Pero ahora
resulta posible intentar una aproximación directa a ese arte sin la
interposición de ningún cuerpo extraño que impida o altere nuestra
visión. Una aproximación que resulta clave para apreciar el estado
actual del arte en el mundo de hoy.
Obviamente,
tampoco se trata de la pretensión dogmática de la "visibilidad absoluta".
Hablo de una aproximación directa en un sentido hermenéutico, de interpretación
fiel y rigurosa, evitando prejuicios y tomas de posición previas,
de la realidad artística de Latinoamérica.
Y
hablo, en sentido recíproco, de la emergencia de un nuevo protagonismo
de las culturas de América, que con su "voracidad incorporativa" nos
dan la mejor imagen anticipatoria del definitivo entrecruzamiento
de grupos étnicos y culturas, del mestizaje verdaderamente consumado,
diferencial y no globalizador, en el que se cifra la más intensa esperanza
civilizatoria del planeta, la más exigente desde un punto de vista
ético, moral. Aunque todo ello es, obviamente, una posibilidad abierta.
Y por eso mismo susceptible de frustración.
El
final del eclipse es un puente tendido hacia ese territorio aún no
constituido, hacia esa "patria" humana inmaterial, que provoca nuestro
carácter irremisiblemente nómada, itinerante.
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Gerardo Mosquera (): "Good-bye identidad, welcome diferencia: del
arte latinoamericano al arte desde América Latina"