Mi trayectoria 
          filosófica se caracteriza, ante todo, como un intento de asumir 
          plenamente la condición post-metafísica del pensamiento 
          en la época actual, tratando de evitar en consecuencia todo refugio 
          historicista en el pasado. Esto implica la voluntad de asumir la historia 
          de la disciplina, la historia del pensamiento filosófico de Occidente, 
          con vistas a la necesaria fundamentación genealógica 
          de categorías y conceptos. Pero, a la vez, significa intentar 
          pensar de nuevo, asumir la confrontación filosófica 
          con una realidad cambiante, siempre en transformación, 
          lo que exige la producción teórica de nuevas categorías 
          y conceptos capaces de asumir los nuevos rasgos y categorías 
          de lo real.
        Este planteamiento supone, ya de entrada, la necesidad 
          de explicitar qué se entiende por realidad o lo 
          real, categorías de larga andadura en la historia de la 
          filosofía y en nuestra tradición cultural en general. 
          Para mí, realidad no supone ninguna estructura fundante 
          del ser, de lo que hay, o fórmulas por el estilo. Sino un cuadro 
          de correspondencias y contrastes entre la experiencia de la vida y los 
          procesos de representación humana de dicha experiencia en el 
          plano de las ideas.
        Esto quiere decir que la realidad se construye, 
          se estructura antropológicamente, y por ello resulta cambiante 
          según las distintas situaciones de cultura, por lo que no puede 
          considerarse como algo previo y fundante de las distintas configuraciones 
          y planos de la condición humana, lo que ha constituido históricamente 
          el núcleo del pensamiento metafísico en sus diversas formulaciones.
        En consecuencia, mi trabajo en filosofía se 
          inscribe en el marco de lo que podríamos llamar una teoría 
          filosófica de la cultura o una antropología filosófica. 
          O, para decirlo de la forma más sintética posible, en 
          la línea de un materialismo antropológico. Consciente 
          de la inevitable caída en el apriorismo genérico 
          de toda formulación filosófica que no atienda como primera 
          instancia teórica a la diversidad de modos de vida y experiencia 
          de los seres humanos. Y muy pendiente de evitar en todo momento esa 
          inversión acrítica que hace del concepto o la idea fundamento 
          de la vida. Es todo lo contrario: la vida, la experiencia, determina 
          todas las variantes posibles del concepto, de la idea.
        El primer referente genealógico de esta concepción 
          de la filosofía lo encontré en Kant, y de un modo especial 
          en sus escritos antropológicos y de filosofía de la historia. 
          Es en ellos donde se plantea por vez primera la quiebra definitiva de 
          la filosofía perenne, y donde se acuña el 
          concepto de filosofía moderna, entendiendo por ésta 
          la que asume plenamente el compromiso del pensamiento con su época. 
          Este planteamiento kantiano fue, si puede decirse así, mi punto 
          de partida en filosofía, el referente teórico que me permitió 
          avanzar en una línea propia de pensamiento.
        Aunque llegué a ese planteamiento en los últimos 
          años de mis estudios universitarios, abordé detenidamente 
          la cuestión en mi libro Filosofía y emancipación 
          que, aunque publicado en 1984, estaba ya completamente ultimado en 1982. 
          Después pude comprobar un planteamiento paralelo al mío 
          en Michel Foucault, en su Curso de 1983 en el Colegio de Francia ¿Qué 
          es la Ilustración?, cuyo resumen escrito aparecería 
          publicado tiempo después.
        A la vez, ese compromiso, tanto gnoseológico 
          como ético, con la época presenta en la filosofía 
          una modulación lingüística especial. Como búsqueda 
          de la expresión más intensa y concentrada del pensamiento, 
          la filosofía es ante todo lenguaje. Pero un tipo de lenguaje 
          muy especial: un lenguaje a la búsqueda del más alto grado 
          de precisión y capaz de estructurar en su propio despliegue los 
          fundamentos de su validez teórica.
        No significa esto que la filosofía sea independiente 
          de la vida, de la experiencia, un mero juego lingüístico 
          sin posibilidades de falsación o contraste, a diferencia 
          de lo que sucede con las ciencias. Por el contrario, la filosofía, 
          tal y como yo la concibo, exige un proceso continuo de contraste de 
          sus construcciones conceptuales no sólo con la vida y la experiencia, 
          sino también con otros planos humanos de elaboración conceptual: 
          las ciencias, las artes, la política... Exige que las abstracciones 
          con las que opera sean siempre abstracciones determinadas, no 
          genéricas, una categoría que, a partir de Galvano della 
          Volpe, ha constituido en todo momento uno de los criterios fundamentales 
          de mi trabajo filosófico.
        La filosofía debe ser consciente de su carácter 
          fronterizo, pero a la vez por ello mismo de su especificidad. Nunca 
          cerrada, concluida, porque eso equivaldría al dogmatismo, 
          a dar por terminada la aventura del ser humano en la tierra, su capacidad 
          de construcción simbólica y teórica de mundos. 
          Abierta siempre, afinando y volviendo a afinar musicalmente sus voces 
          e instrumentos, para poder expresar del modo más intenso y enriquecedor 
          posible en cada caso las imágenes de sí mismas de las 
          distintas culturas humanas. Sus necesidades, anhelos y desgarramientos.
        Filosofar es dar forma a lo que los antiguos griegos 
          llamaban lógos: un término que encierra en su seno 
          un doble sentido: pensamiento y lenguaje, el doble semblante de la búsqueda 
          radical de la verdad. Filosofar es, ante todo, cuestionar radicalmente 
          el entramado que sustenta la experiencia humana, la confrontación 
          del hombre con lo real. Necesitamos formular y reformular las grandes 
          cuestiones a partir de los cambios del mundo. Lo que distingue a la 
          pregunta filosófica de otras formas de cuestionar es que ésta 
          remite tan sólo a sí misma, a la pura potencia 
          formativa del concepto en el lenguaje.
        Esa es la clave más profunda del filosofar: 
          reflexión que se estructura a sí misma en el lenguaje 
          humano, tan solitario y quebradizo como el ser que la sustenta. 
          Desde esa condición solitaria e indigente, la filosofía 
          crece hasta la universalidad, se estructura con su capacidad de ver 
          los problemas de la vida y de la experiencia en su unidad o en 
          su diversidad. Permitiéndonos así vernos, 
          sentirnos y concebirnos, a la vez unidos a lo otro y diferentes en nuestra 
          individualidad. Habitantes de una patria inmaterial a la que todos pertenecemos, 
          seres humanos en un mundo cada vez más intensamente post-humano 
          por la expansión irrefrenable de la técnica.
        El genuino trabajo filosófico es un trabajo 
          de creación a través del lenguaje. Pensar es, sobre 
          todo, crear categorías o, en otros términos, dar 
          una dimensión teórica original al lenguaje. Es ahí 
          donde se sitúa, con todo su carácter fronterizo, la 
          especificidad de la filosofía: en el tipo de lenguaje que produce.
        No comparto el tópico del carácter oscuro 
          o enrevesado del lenguaje filosófico. Creo que "una historia" 
          de los estilos filosóficos, todavía por hacer, 
          arrojaría no pocas sorpresas. Sí considero apropiado, 
          en cambio, señalar la dificultad constitutiva de la escritura 
          filosófica. De la síntesis indisociable de pensamiento 
          y lenguaje en la que toma cuerpo.
        No es que otras formas del conocimiento humano: las 
          ciencias o las artes, por ejemplo, no presenten igualmente un plano 
          de dificultad expresiva. Lo que quiero decir es que la dificultad constitutiva, 
          específica, de la filosofía surge de su compromiso 
          primario con el lenguaje. De su interpelación radical a los 
          procesos de génesis de los sentidos.
        En esa radicalidad al confrontarse con el lenguaje, 
          la dificultad filosófica presenta tan sólo un paralelismo, 
          sólo es equiparable con la poesía. Un paralelismo 
          que supone, en no pocas ocasiones, la disputa por el mismo territorio. 
          Y que hace que, desde Platón, las relaciones filosofía/poesía 
          se desarrollen bajo una profunda dualidad: antagonismo y, a la 
          vez, confluencia (más o menos explícitos, y en ambas direcciones: 
          en un sentido recíproco). Eso sí, con sus propias características 
          y objetivos. 
        En uno de mis libros he situado en la memoria la 
          raíz común de la poesía y de la filosofía. 
          Es este el eje más apropiado para buscar la comunicación 
          entre ambas, porque la memoria es la entraña más profunda 
          del lenguaje. El lugar originario del pensamiento y la palabra.
        Cuando los antiguos poetas griegos derivaban sus versos 
          de Mnemósyne, a través de Apolo y las Musas, expresaban 
          en el lenguaje del mito un paralelo con la concepción del conocimiento 
          como recuerdo, que caracteriza a la filosofía platónica. 
          La memoria es y permite, a la vez, el sedimento, la cristalización 
          del lenguaje. Por eso se establece en ella de un modo primordial 
          la cercanía: antagonismo y confluencia, de filósofos y 
          poetas.
        Concibo, pues, la filosofía como mantenimiento 
          de un compromiso teórico con la época en que vivimos, 
          como voluntad de expresión a través de un lenguaje 
          a la vez preciso y creativo y, por todo ello, como aspiración 
          teórica a integrar en síntesis innovadoras los 
          distintos planos de información y experiencia de un mundo 
          cada vez más complejo.
        Justamente esa creciente complejidad de la experiencia, 
          que ha constituido otro de los puntos de referencia de mi trayectoria, 
          podría llevarnos a plantear si la filosofía sigue manteniendo 
          su vigencia, si la dinámica teórica sobre la que se fundamenta 
          resulta válida o ha quedado obsoleta. Mi respuesta es que precisamente 
          en el creciente oleaje de esa complejidad la interrogación filosófica 
          se hace más necesaria que nunca.
        Como más arriba señalé, la idea 
          del compromiso con el presente es un rasgo específico, diferenciador, 
          de la filosofía moderna. Y aquí está el 
          arranque de la cuestión. El mundo que habitamos es aquel en el 
          que, por vez primera, el pensamiento se encuentra radicalmente a 
          solas consigo mismo. Reflejándose únicamente (vayamos 
          a la raíz del concepto "reflexión") en la humanidad 
          que lo produce. Demasiado arduo para una soledad tan intensa. 
        Antes, en un "antes" que como signo abarcara 
          las muy diversas situaciones y universos antropológicos no modernos, 
          el pensamiento podía aspirar a reflejarse desde otra dimensión 
          y encontrar en ella fundamento. Las representaciones míticas 
          de lo divino, las Ideas-Formas, el Dios personalizado, la Naturaleza 
          transcendente, el Ser en la plenitud de su abstracción. Expresiones 
          diversas, todas ellas, de la radicación de un pensamiento en 
          compañía. Fundamentado más allá de sí 
          mismo.
        El giro de los tiempos modernos abría, en cambio, 
          un itinerario que aún hoy recorremos. Marcado por la ausencia 
          de determinaciones. El tiempo y la vida como procesos a configurar, 
          como espacios por construir. Como escribió Nietzsche, "los 
          modernos no tenemos absolutamente nada propio".
        Pero si todo estaba por hacer, no era muy difícil 
          deslizarse hacia la creencia de que todo podía ser hecho, de 
          que el hombre moderno era omnipotente. Para ello había que elaborar 
          formas de pensamiento capaces de encarnarse como totalizaciones en el 
          mundo, y como propagación de lo más interior del ser humano.
        La cultura moderna forjó así, en su itinerario, 
          la visión de un desenvolvimiento autosuficiente de la interioridad 
          antropológica en el mundo. Lo que comenzó como ausencia 
          de determinaciones acabaría llevando a la universalización 
          de lo particular. Ser modernos se convirtió en pensar 
          el mundo a través de las categorías abstractas de Razón 
          e Historia. El sueño de un pensamiento capaz de articular una 
          experiencia "universal" de la vida humana.
        Pero el hombre es un ser de diferencias. Y la 
          confrontación con una cultura donde todo tiende a lo homogéneo 
          no puede dejar de arrastrar un intenso desgarramiento trágico. 
          Concebidas abstractamente, Razón e Historia son las categorías 
          mentales que mejor expresan la expansiva voluntad de dominio de Occidente 
          sobre el conjunto del orbe. Dominio de la economía, dominio de 
          la técnica. Ésta es la auténtica savia nutricia 
          de lo que modernamente se entiende por Razón e Historia.
        La "trampa", de la que tanta sangre y sufrimiento 
          han quedado presos, es el encubrimiento de la no correspondencia entre 
          esas categorías y lo auténticamente humano. Entre la roturación 
          coercitiva de la vida y el mundo y la interioridad diferencial de individuos 
          y comunidades. La incertidumbre ambiental de este final de siglo y de 
          milenio tiene que ver con nuestro estado anímico tras el derrumbe 
          de lo que parecía (falsamente) ser distinto, alternativo, en 
          ese escenario unificado de la Razón y la Historia, con la desaparición 
          del llamado "socialismo real".
        Hemos sido testigos de un dramático proceso 
          de "ajuste". De la adecuación de las formas políticas 
          e ideológicas a lo que ya era persistentemente real en un plano 
          más profundo. Una única economía y una sola 
          técnica rigen el mundo, ya desde el comienzo de la época 
          moderna. Rigen: dominan, y por ello configuran.
        Así, las fórmulas propagandistas que 
          hablan del presente como el tiempo del triunfo político definitivo 
          de "la cultura de Occidente" entrañan un profundo equívoco 
          moral. Por un lado, lo que se ha impuesto, de nuevo, es la materialidad 
          de la economía y la técnica. Por otro lado, además, 
          el maniqueismo latente en la identificación de lo diverso con 
          "el mal" juega más como una ficción. Como una 
          mentira tendente a encubrir que todas las diversidades antropológicas 
          o culturales resultan jerárquicamente integradas y subordinadas 
          en los planos económico y técnico.
        La fórmula pensamiento único 
          expresa la impugnación crítica de esa pretensión 
          propagandística de triunfo, de totalización, de final 
          de la historia, segregada por las incontrolables e implacables instancias 
          de poder económico, tecnológico y político que 
          rigen el mundo. Pero, en mi opinión, no deja a su vez de resultar 
          insuficiente, demasiado estática, para contrarrestar la dúctil 
          maleabilidad y fuerza persuasiva de los diversos canales de producción 
          de ideas y consenso social en el mundo crecientemente global en que 
          vivimos.
        Por desgracia, el pensamiento filosófico no 
          ha sabido ni sabe, en no pocas ocasiones, estar a la altura de las circunstancias. 
          Para mí, el mayor riesgo es justamente la disgregación 
          de la filosofía en la pura superficialidad de la propaganda, 
          en formas que dan cobertura a la construcción del consenso en 
          el mantenimiento de la situación jerárquica y escindida 
          del mundo. Hay una pretendida filosofía que se disuelve 
          en las modas, que no va hasta la auténtica raíz del concepto. 
          Que en lugar de dar curso a un pensamiento original, se apropia del 
          pensamiento ready made, ya disponible, ya hecho, para establecer 
          un paralelo con un tópico central del arte contemporáneo. 
          Se trata, en realidad, de la disolución de la filosofía 
          en los medios de comunicación de masas. 
        De los que, en todo caso, el auténtico pensamiento 
          filosófico no puede prescindir, ya que son la instancia más 
          potente de segregación y reproducción ideológica 
          en nuestro tiempo. Pero con los que ha de ser capaz de establecer una 
          relación dialéctica, de cuestionamiento, de interpretación 
          y desvelamiento de sus finalidades subyacentes.
        Hoy sabemos que no existen Razón ni Historia. 
          Hay razones, hay historias, que ardua, dolorosamente, 
          construimos en el curso de nuestras vidas. Y que vamos recorriendo en 
          nuestro nomadismo sin fin. Miremos hacia atrás. Tracemos genealogías. 
          Contemplemos el itinerario tortuoso, pero abierto, del mundo moderno. 
          Es ésta la única forma de mirar hacia delante. Así, 
          y en último término, los caminos abiertos del lenguaje 
          y la expresión responderían a un principio antropológico, 
          no metafísico, del filosofar: caminar es la patria del hombre.
        Esta radicación antropológica del pensamiento 
          debe corresponder a un proyecto regenerador y no especulativo de escritura 
          filosófica. En la época de la comunicación global, 
          en un tiempo en el que la sobrecomunicación redundante de la 
          cultura contemporánea (medios de comunicación, publicidad...) 
          conlleva un inevitable empobrecimiento lingüístico, la filosofía 
          debe abordar, también, una depuración de las formas 
          expresivas, del lenguaje, en un sentido general.
        Casi es preciso volver a aprender a hablar y a escribir, 
          borrando todos los oscuros sedimentos que empobrecen la expresión. 
          Y que se advierten, sobre todo, en la pérdida general del dominio 
          del lenguaje en los más jóvenes. En la era de "Internet", 
          de las "autopistas de la información", el status de 
          la palabra debe ser replanteado más radicalmente que nunca, 
          a la vez que dicho replanteamiento es más viable que nunca. Porque 
          las nuevas redes comunicativas, quizás de un modo paradójico, 
          cimentan la posibilidad de un nuevo florecimiento de la palabra, del 
          lenguaje.
        En este futuro pasado que caracteriza tan intensamente 
          nuestras formas de vida y experiencia, en esta época de tan aguda 
          porosidad temporal, podemos aspirar a dar voz a la expresión 
          filosófica más allá de la academia o el libro. 
          En el texto leído en el metro. O aparecido en la pantalla del 
          ordenador. Islas del pensamiento.
        Porque, como las otras "formas" del lenguaje, 
          en la supuesta galaxia de la disponibilidad total de la información, 
          la filosofía ha perdido su antigua exclusividad expresiva. Su 
          nueva vía de transmisión se sitúa en el contraste 
          con los distintos planos de integración, mezcla y superposición 
          del pensamiento que caracterizan hoy la cultura de masas.
        Es preciso intentar un lenguaje filosófico más 
          directo e incisivo, despojarlo de ganga técnica o 
          retórica, dar curso inmediato a la palabra y al concepto con 
          el mayor ascetismo expresivo posible. También la filosofía 
          ha de registrar en sí misma esa experiencia de ocaso o muerte 
          del autor, que constituye uno de los aspectos centrales de las estéticas 
          contemporáneas. En mis últimos textos filosóficos 
          he pretendido así que sea el lenguaje el que hable a través 
          de mis palabras. 
        Asumiendo además los rasgos que, en trabajos 
          anteriores, he situado como definitorios, a la vez, de la cultura moderna 
          y de la aproximación filosófica a la misma: pluralidad, 
          dispersión, discontinuidad, fragmento. El 
          carácter post-metafísico de la filosofía de nuestro 
          tiempo se reconoce en la inviabilidad del sistema y en esa diversidad 
          de sus registros. Su cauce metodológico descansa en la síntesis, 
          conceptual y lingüística, de unión y división, 
          generalización y particularización.
        En ello seguimos siendo herederos de Platón, 
          el primer fundador de la filosofía. Pero ahora también 
          de otras formas que manifiestan la diversidad del pensamiento humano, 
          de otras configuraciones técnicamente no filosóficas de 
          la sabiduría. En una nueva síntesis que expresa 
          la pluralidad antropológica, el entrecruzamiento de distintas 
          tradiciones culturales, que caracteriza el tiempo actual.
        La voz filosófica que despliego es fragmentaria, 
          discontinua, dispersa y plural. E intenta establecer síntesis, 
          a través del pensamiento-lenguaje, de las diversas formas de 
          presentación de lo universal y lo singular. Mi horizonte metodológico 
          no tiene nada que ver con los tópicos "postmodernos", 
          por fortuna cada vez más agotados. Busco la coherencia filosófica 
          del concepto en la fragmentariedad de la expresión. 
        El mundo no está todavía terminado. A 
          la expansión coercitiva de la unidad no deja de oponerse el grito 
          de la diferencia. Incluso un factor destructivo: el rebrote de los nacionalismos, 
          muestra, en su forma reactiva. la fuerza del proceso de búsqueda 
          de unas raíces culturales propias, tanto en individuos como en 
          comunidades.
        Es cierto que toda una estela del pensamiento filosófico 
          moderno ha podido servir de cobertura y legitimación de la voluntad 
          de totalización del dominio sobre el mundo, con los resultados 
          trágicos que hoy conocemos. Pero es también verdad que 
          en el marco de esa misma estela ha ido alcanzando la luz una amplísima 
          gama de formulaciones que han insistido, con acentos diversos, en el 
          carácter particular y fragmentario de toda representación 
          de la vida, así como en el carácter abierto, no determinado, 
          construible, de la misma. Reclamar esa posibilidad de construcción 
          de la vida y la experiencia es actualmente, en mi opinión, 
          la tarea central desde un punto de vista ético y político 
          de la filosofía.
        Y esto significa, una vez más: en la línea 
          abierta por la Ilustración, aprender a pensar y vivir sin tutelas 
          de ningún tipo. En este espacio finisecular, en estos tiempos 
          endiabladamente modernos, el pensamiento no puede sino reconocerse en 
          su soledad, experimentarse siempre en camino. A través 
          de formas abiertas y dinámicas de la expresión, la filosofía 
          ha de intentar también alcanzar la modulación de un tipo 
          no cerrado, totalizador o dogmático, de pensamiento, el despliegue 
          de un pensamiento nómada.
        La auténtica filosofía no conoce límites 
          ni fronteras, pero tampoco otras raíces que aquellas que alcanza 
          en el giro reflexivo, sobre sí mismo, del pensar. Filosofar es 
          errar, vivir siempre en camino, en continuo desplazamiento nómada 
          hacia un horizonte inalcanzable. Y, además, con plena consciencia 
          de ello.
        Sócrates dio la pauta: el filósofo asume 
          plenamente su compromiso humano y cívico, con los individuos 
          y las instituciones. Pero más exigente y perentorio aún 
          es su compromiso con la verdad. Por eso, la auténtica 
          filosofía lleva siempre dentro de sí el signo de la rebeldía, 
          de la inadaptación moral al orden establecido, de la exigencia 
          de otros mundos de mayor plenitud humana. 
        Errante e inadaptado, el auténtico filósofo 
          no es, como con una cierta ingenuidad se ha pretendido a partir de los 
          grandes pensadores de la Ilustración, un ciudadano del mundo, 
          un ser cosmopolita. Al contrario, se trata más bien de un 
          ciudadano de ninguna parte, de un ser a-polita, de un 
          Nowhere Man, como el personaje que da título a 
          una conocida canción popular de nuestro tiempo. La auténtica 
          patria del filósofo es inmaterial, un itinerario interior: la 
          búsqueda de la verdad y su expresión en el lenguaje.