¿Cómo
mantener la vida, la fuerza poética, del arte en un mundo en
el que la repetición obsesiva, agobiante, de signos y
representaciones ha terminado por arrebatarle su potencia inmediata,
su capacidad de impacto?
La trayectoria entera de Jannis Kounellis es un
intento persistente de dar respuesta a ese interrogante. Un intento
en el que la memoria de la civilización, el recuerdo
atesorado de la cultura mediterránea clásica, se
proyecta en el arco de la utopía.
En el compromiso radical, poético y político,
del artista, en una época caracterizada por el conformismo y
la resignación.
La incitación artística se sitúa
en un juego de presencias no ostensibles. En el mundo de la
redundancia de la representación, Kounellis activa huellas:
rastros, índices, indicios... de dimensiones no evidentes,
pero intensamente significativas. En lugar de la representación
explícita, la sugerencia del inevitable tránsito de
las cosas. Cambio, metamorfosis, desaparición.
¿Cómo activar el apagado espíritu
de nuestra época? La interrogación de Kounellis bucea
en lo originario: los materiales del arte, en su radicalidad, han de
ir hoy más allá de los géneros artísticos
tradicionales.
¿Cómo elaborar un cuadro, dar forma a
una estatua, en un mundo donde el lenguaje plástico ha
perdido irremisiblemente su estabilidad expresiva?
El artista se convierte en un rastreador, en un
arqueólogo de la experiencia vital de una civilización
que hoy parece abandonada en las cenizas del olvido.
En ese rastreo, el primer registro es el de los
materiales. Ahí se sitúa ya todo un campo de
resonancias del eje estético primordial en la obra de Jannis
Kounellis: el contraste naturaleza/cultura.
El mundo que habitamos no sólo ha hecho
inviable, no operativo, el lenguaje tradicional del arte, sino que
además ha colonizado de forma tan exhaustiva lo natural que
lo ha hecho desaparecer casi por completo. O, a lo sumo, lo guarda y
mantiene en zonas confinadas.
Se trata de un proceso que se remonta a los
inicios de la modernidad. Y que fue ya tomado en consideración,
en clave estética, por Friedrich Schiller en el paso de la
Ilustración al Romanticismo.
En su ensayo Sobre la poesía ingenua y
sentimental (1794-1795), Schiller escribió "hoy la
naturaleza ha desaparecido de nuestra humanidad, y sólo fuera
de ella, en el reino de lo inerte, volvemos a encontrarla en su
pureza."
Una vez perdida, para volver a la naturaleza no
hay vía directa, nos es necesario el rodeo a través de
la cultura. Y es eso lo que marca la diferencia entre los antiguos
(los griegos) y los modernos: "Ellos sentían
naturalmente; nosotros sentimos lo natural".
De ahí el anhelo, la intensa melancolía,
que despierta en nosotros "lo natural", cuyos signos o imágenes
se convierten en puntos de referencia centrales para poetas y
artistas. Con ellos, a través de sus obras en las que se
cifra lo más vivo de la cultura humana, el hombre puede
volver a la naturaleza.
Creo, no obstante, que para entender plenamente
las resonancias de "lo natural" en la obra de Jannis
Kounellis es preciso unir a la melancolía romántica el
proyecto de emancipación política, revolucionaria, que
tiene su inicio con Karl Marx.
Me refiero, en particular, a los Manuscritos económico-filosóficos
(1844), en los que Marx destaca cómo a través de la técnica
moderna, de la industria, la naturaleza se ha introducido de forma
práctica en la vida humana, transformándola en
profundidad y preparando el camino de la emancipación.
En consecuencia, según Marx, "la
industria es la relación histórica real de la
naturaleza (y, por ello, de la ciencia natural) con el hombre".
Es eso lo que permite la perspectiva de una futura unficación
de la ciencia natural con la ciencia del hombre. Ya que, en último
término, "la historia misma es una parte real de la
historia natural, de la conversión de la naturaleza en
hombre."
En Kounellis, lo natural aparece siempre no como
un registro ideal, sino sometido a la manipulación del
hombre. Las piezas de carne dejan la huella de sangre sobre los
paneles de hierro: la naturaleza destinada a servir de alimento al
hombre, industrialmente "digerida" por la cultura.
Kounellis contrapone los materiales "naturales",
orgánicos o inorgánicos, a los artificiales. Y así,
en lugar del dibujo o el color, el mármol o el bronce, actúa
con elementos dados (naturales) y otros ya hechos (artificiales).
El cuerpo de la mujer, caballos, ratas, cuervos,
escarabajos, un loro: todo un conjunto de seres vivos. Pero también
la carne animal, las maderas, las hojas de árbol, las
piedras, el humo. Y junto a ello, hierro, cera, plomo, yeso, alquitrán,
carbón, velas, bombonas de gas, lámparas,
antorchas-flechas, máquinas de coser, lana, sacos, repisas,
zapatos, abrigos, armarios, arcos, paneles, ventanas y puertas.
Esta somera enumeración de elementos
recurrentes nos permite iluminar todo un juego de sentidos: la
referencia continua, envolvente, en una larga serie de obras y
propuestas, es la presencia ausente del ser humano.
El "rastro" del hombre, las huellas de
su vida en la tierra, el signo que imprime sobre todo lo que
manipula, fabrica o utiliza. Elementos para vivir: comer,
resguardarse, habitar, comunicar, viajar... La disposición de
elementos no es, sin embargo, un mero registro taxonómico.
La tarea arqueológica de Kounellis
presenta, a la vez, un fuerte giro dramático, escénico.
No es extraño, entonces, encontrar en ese año de 1968,
tan importante en Occidente para la aparición de un nuevo
horizonte de lo político, un texto de Kounellis que es una
auténtica poética del teatro.
Un escrito que gira en torno a las categorías
de "lo vivo" y "lo verdadero" y que, con ecos
que hacen pensar en Antonin Artaud, nos habla de "lo 'natural'"
y de "lo 'vivo' como autenticidad teatral".
Escribe allí Kounellis: "Se puede y se
debe recomenzar a partir del propio cuerpo, tanto en lo que se
refiere al actor como al espectador (lo mismo en el escenario que en
la vida)." ["Pensamientos y observaciones", 1968].
En las obras de Kounellis, la disposición
de los elementos es escénica: sobre ella gravita el rastro
del cuerpo ausente. Y así se desencadena la implicación
del espectador, a partir de su inmersión corporal y
perceptiva, en la que no sólo opera lo visual, sino los cinco
sentidos básicos. Los sonidos, el olor y el tacto desempeñan
en sus trabajos un papel tan importante como las formas que los
vehiculan.
En un segundo escalón, los sentidos
despiertan asociaciones y recuerdos. Y se abre entonces el salto del
sentido poético, en el que la biografía del espectador
se funde con la del artista, y a través de ello con la
historia de la cultura compartida.
En cualquier caso, el dispositivo escénico
no supone el escamoteo del cuerpo del propio Kounellis. El artista
se hace presente, a la vez, como actor y como acompañante en
un juego estético que alude y reivindica el trasfondo ritual
del arte.
Toda una serie de obras, en las que el vehículo
es la fotografía, desvelan ese papel del creador como actor y
psicopompo, acompañante en el ritual.
Jannis Kounellis: sobre la cubierta de una barcaza
navegando en el mar (1969), con los labios recubiertos con un molde
de oro (1972), sosteniendo en la boca un fuego encendido de gas
propano (1973), con una máscara de yeso, ante una mesa en la
que se disponen fragmentos de vaciado en yeso y un cuervo disecado
(1973), en un collage en el que la mitad de su rostro se une a un
montón de piedras fragmentariamente pintadas (1985), su pie
desnudo apoyado sobre una vieja máquina de coser (1989),
sosteniendo en sus labios una plancha de hierro con una vela
encendida (1989), o en el cartel en el que su brazo sostiene una lámpara
ante la imagen de las tareas de carga y descarga de un barco (1989).
Hay aspectos muy importantes en esa serie de imágenes
del artista. En primer lugar, la utilización de la fotografía,
que refuerza el carácter de índice en el mostrarse a sí
mismo. Las ausencias de la mayoría de sus piezas tienen aquí
el contrapeso de la presencia explícita del hombre que las
creó.
Pero, en segundo lugar, lo habitual en esas fotos
es la presentación fragmentaria de su cuerpo. A excepción
de su figura lejana en la barcaza (1969), en el resto de los
trabajos mencionados lo que se ofrece a la visión es siempre
una parte o fragmento corporal.
Lo ostensible del mostrarse se determina con una
presentación metonímica: se presenta o destaca una
parte del cuerpo. No creo que se trate de algo accidental. Al
contrario, lo considero muy signficativo para poder entender el tipo
de construcción estética que intenta Kounellis.
Sabemos, y el psiconálisis ha insistido en
ello, que nuestra visión de los cuerpos de los otros es
siempre parcial, fragmentaria: la pulsión escópica
aisla planos del cuerpo del otro, que son los que constituyen el
punto de anclaje del deseo.
Y sabemos, también, que la disolución
del clasicismo implica el estallido de la obra de arte orgánica,
su explosión en fragmentos. El artista se muestra a sí
mismo, como signo de su entrega, de su ofrenda corporal en el
proceso de la obra. Pero el signo de esa presencia, en la época
post-clásica, no puede ser ya el de la presencia rotunda y
completa de las figuras clásicas, sino el signo de la
fragmentación.
Una vez más, el rastro, la huella, aunque
aquí a través de la intensificación expresiva
de la metonimia, en la que una parte vale por el todo. Un todo ya
inexistente o inaccesible en nuestro universo de representaciones
estéticas.
Podemos también, ahora, apreciar la
importancia metodológica y expresiva del collage en las
propuestas estéticas de Kounellis. En realidad, el contraste
naturaleza/cultura que aparece recurrentemente en sus piezas no se
presenta nunca como "totalidad" expresiva, sino como
collage.
El planteamiento de Kounellis evita la recaída
en el idealismo, la fabulación de una unidad de la naturaleza
y la cultura construida sobre "el espíritu" o la
idea. Por el contrario, lo que aparece en sus piezas son partes
materiales del mundo, fragmentos de la tierra habitada por el
hombre.
Los materiales orgánicos e inorgánicos,
lo caliente y lo frío, lo luminoso y lo oscuro, los objetos y
las huellas, se articulan y confrontan no como piezas de un
engranaje, sino como fragmentos "pegados" en la visión.
Una visión que, lo mismo que la memoria,
rescata partes y motivos, selectiva y accidentalmente, y los mezcla
en un registro abierto, expansivo.
Lo que a primera vista puede parecer accidental,
está en realidad revestido de una fuerte determinación
expresiva. El fragmento de madera es, a la vez, la parte vertical de
una cruz, con lo que se alude, en un intenso registro polisémico,
tanto a los materiales de la naturaleza como a la truncada historia
espiritual de nuestra civilización.
El fragmento de la cruz, el cristianismo roto, es
también un índice de la ausencia de espiritualidad de
nuestro mundo. Una constatación ésta omnipresente en
todo el trabajo de Kounellis, en el que continuamente percibimos la
decidida voluntad de hacer patente que una cosa es lo laico y otra
la ausencia de espiritualidad.
Las flores de hierro, las balanzas con polvo de
café, las ánforas con agua de mar o sangre, las
bombonas de gas que se prolongan en los tubos extendidos como
reptiles, en el suelo o en el aire, no son "meras"
paradojas expresivas: articulan lo plástico y lo alimenticio.
Muestran que en los más simples elementos
materiales el hombre deposita un signo de elevación, una
marca espiritual. En definitiva, Kounellis realiza de forma
recurrente una reivindicación del carácter espiritual
del trabajo humano que, más allá de toda mixtificación
idealista, abre el camino para la comprensión de la
espiritualidad latente en el mundo material, en la tierra que
habitamos.
El fuego y el hierro establecen un nexo, una
conjunción de lo primordial, de la que brota la luz,
probablemente el material plástico decisivo, aunque con
frecuencia inadvertido, en todo el trabajo de Kounellis.
En todas sus piezas, la luz articula el sentido
dramático de los materiales y fragmentos. La luz, que brota
de lo más profundo de la tierra. Que nos acompaña e
ilumina en lo que, si no, sería un mundo de penumbras. La
luz, que desde el material más humilde y diminuto del mundo,
gravitando en nuestra retina, nos permite volar hacia lo alto,
aspirar a la espiritualidad.
En virtud de todo ello, las obras de Kounellis
rompen los límites expresivos tradicionales. No pertenecen ni
a "la pintura", ni a "la escultura". Pero se
nutren de ambas, de su memoria, y se funden en un proceso plástico
de organización dramática, teatral, del espacio.
El resultado es un registro "envolvente",
en el que, a través de los fragmentos y las piezas, signos de
la humanidad, somos capaces de sentir y experimentar las grandes
cuestiones de nuestra civilización: la vida, el cambio, la
decadencia, la muerte, la desaparición...
El artista no engaña. En ese bucear arqueológico
de Kounellis no hay lugar para el ornamento o el esteticismo. En
esta época de olvido y abandonos "lo bonito", lo
aparente y superficialmente "bello", es una iniquidad. Una
impostura moral.
El registro estético de Kounellis es
expresión de una rabia contenida, de una actitud rebelde e
inconformista, que no acepta que la contienda por la configuración
humana de la vida, del mundo, haya terminado irremisiblemente en la
derrota.
En ese punto se sitúa el carácter
intensamente melancólico de toda su obra, que el propio
Kounellis ha hecho explícito al hablar de "la melancolía
como propuesta" [1985]. La plenitud estética no puede
presentarse como algo banalmente al alcance, so pena de caer en el
encubrimiento de la opresión. La Arcadia está fuera de
nuestro alcance y el arte ha de hacerlo explícito en sus
propuestas: "Mis lanas, que reflejan la Arcadia perdida de
vista y fuera del tiempo, se pueden adquirir, según me
informan, con 150.000 latas de cerveza." ["Si la casa es
cuadrada...", 1988].
Y sin embargo, aun a riesgo de que esa invocación
de lo arcádico pueda ser traducida en una cantidad,
comprarse, sigue siendo necesaria como compromiso del arte con la búsqueda
humana de felicidad, de plenitud.
La memoria y la melancolía actúan
entonces como desencadenantes de la utopía, como revulsivos
para la no aceptación del estado de cosas existente. El
pasado y las imágenes entrevistas de un tiempo de plenitud
nos dicen que el mundo no está aún terminado.
La reivindicación de Ítaca: "Ítaca,
visionaria Ítaca", la patria del retorno de Ulises pero
también la imagen de lo que siempre está más
allá, es en Kounellis la afirmación del espíritu
de la utopía: "Así pues, contra viento, hacia el
puerto donde se refugian las armonías y los paraísos,
aun sabiendo que ese destino justo y deseado está muy lejos."
["Si la casa es cuadrada...", 1988].
El mar y la navegación, espacios de vida y
simbolización primordiales de la cultura clásica, de
las antiguas civilizaciones mediterráneas, descubren así
su papel esencial en todo el universo estético de Kounellis.
La vida como navegación incierta, zozobrante a veces, pero
llena de determinación, hacia las islas de la felicidad.
Obviamente, pocos pensadores pueden estar más
cercanos de las propuestas estéticas de Kounellis que Ernst
Bloch, el gran pensador de la utopía. Pero además de
la coincidencia con los principios y formulaciones centrales de la
filosofía de Bloch, lo que ha llamado mi atención es
su cercanía en la utilización de algunas imágenes
y procedimientos expresivos, centrales para ambos.
En 1930, Ernst Bloch publicó Spuren
(Huellas), un libro inclasificable, de prosa no argumentativa ni
lineal, en el que a través de relatos y fábulas
articulados en una especie de collage narrativo, se presenta una
filosofía no ostensible, no declarativa.
Lo que Bloch muestra es el despliegue literario de
un interrogante filosófico: ¿se agota el mundo de la
apariencia en sí mismo, o encontramos en sus pliegues "algo"
que desde dentro mismo lo desborda?
Las historias de Spuren, que conservan un sabor
oral, ancestral, como provenientes de la memoria más
profunda, presentan a través de un juego de presencias y
ausencias, el rastro, las huellas, de ese "algo" que
desborda el mundo de las apariencias y que constituye el núcleo
de la autotrascendencia humana, la imagen de la utopía.
Como en Kounellis, en los relatos de Bloch hay dos
imágenes que revisten gran importancia: la ventana
(particularmente, la ventana roja) y la puerta.
Jannis Kounellis ha escrito: "Si la ventana
enmarca un paisaje, el visionario acentúa su significado
mientras dura la visión." ["Si la casa es
cuadrada...", 1988].
El texto "La ventana roja" en Spuren, de
Bloch, tiene el valor de un signo que se fija en la adolescencia, en
ese período en que se consolida definitivamente el "yo"
del sujeto.
Es una impronta que, sin brotar de un plano
concreto de la experiencia: la casa, la naturaleza, o el yo, remite
sin embargo al todo: "Cada uno guarda de esta época un
signo, que no tiene absolutamente nada que ver con la casa, ni con
la naturaleza, ni con el yo conocido, pero que, si así se
quiere, lo cubre todo."
"Con la ventana como una máscara",
concluye Bloch, salimos "hacia la libertad". La ventana
marca un dentro y un fuera de nosotros mismos, pero marca así
ante todo el paso hacia fuera, la experiencia de la libertad. A través
de ella, el mundo se presenta como un territorio de disponibilidad
abierta para el hombre.
Otra de las imágenes de gran densidad en
Spuren es la puerta, lo que Bloch llama "el símbolo
originario letal de la Puerta". Desde que alguien franquea una
puerta, se le deja de ver. Desaparece de golpe, como si muriera, lo
mismo que el tren desaparece tras la curva.
Este intenso motivo muestra su conexión con
la actividad artística en los relatos chinos, recordados por
Bloch, que entremezclan la puerta que conduce a la obra y la que
conduce a la muerte.
En uno de ellos, un viejo pintor muestra su último
cuadro a sus amigos. Pero cuando estos, al ver un rojo extraño
en la pintura, se vuelven hacia el pintor, no le encuentran ya junto
a ellos, sino en la imagen, avanzando por el también extraño
sendero que aparece en el cuadro hacia la puerta maravillosa, ante
la que se detiene, se vuelve, sonríe, la abre... y
desaparece.
La puerta. El signo no sólo de lo que
cierra, sino de lo que abre el límite de lo que nuestros ojos
no ven, pero nuestro corazón anhela, presiente.
¿Por qué desde "aquí",
desde el mundo de las apariencias, desde las dificultades, el
sufrimiento y el dolor, nos encaminamos hacia ella? En las palabras
conclusivas de Ernst Bloch: "la tierra inhabitable, con algunos
símbolos de la felicidad, es una buena escuela preparatoria
para los sueños reales detrás de la puerta."
Ventanas y puertas. Signos, imágenes, de la
presencia humana, rastros del paso del hombre en la tierra. Y, por
ello, símbolos de la posibilidad humana de ver a través
y de traspasar los límites. Imágenes de la utopía.
Ventanas y puertas omnipresentes en la obra de
Jannis Kounellis. Quien ha escrito: "Si la puerta tiene una
dimensión humana es porque el hombre la atraviesa." ["Si
la casa es cuadrada...", 1988].