Un emblema
marca el nacimiento del siglo veinte en las artes plásticas.
Es la representación, cortante y angulosa, de un grupo humano
según criterios completamente desconocidos para el ojo
europeo de la época. Cinco mujeres desnudas que rompen la
homogeneidad de la imagen.
La mirada ha de extraviarse en la pluralidad
simultánea de la representación, si quiere hacerse con
su sentido. En el primer plano del lienzo* (se trata de un cuadro),
las aristas de la mesa y el gajo de sandía son un signo de la
agresividad acechante del ojo. Del ojo deseante y del ojo que bucea
en las obras de arte.
Cinco mujeres desnudas nunca vistas antes: Las señoritas
de Aviñón (1907), de Pablo Picasso. Las aristas del
cuadro expresan bastante bien la violencia con que habría de
experimentarse el nuevo giro de la sensibilidad.
Nada podría volver a ser como antes. Cuatro
siglos de tradición plástica articulada sobre la
homogeneidad de la representación y la mirada, sobre la base
de la convención de la perspectiva, habían entrado,
definitiva e irreversiblemente, en crisis. La pluralidad de la
representación se convertiría en el eje de desarrollo
del arte nuevo, de la multiplicidad de propuestas expresivas y
movimientos que han jalonado el devenir del siglo veinte.
La revolución plástica y visual de
Picasso suponía la asunción artística de la no
homogeneidad constitutiva de la cultura moderna y de sus rasgos
definitorios: dispersión, pluralidad, discontinuidad,
fragmentación.
La experiencia de la vida había cambiado,
se había hecho intensamente diferente. Y el arte ajustaba
su lenguaje e intención a los nuevos tiempos. Baudelaire, en
la literatura, había abierto el camino: la ciudad moderna
posibilitaba y exigía un nuevo tipo de experiencia estética.
Los adoquines de las calles eran los materiales de la nueva poesía.
Y más adelante, ya después de
Picasso y el Cubismo, Guillaume Apollinaire describía en su
poema Zona (escrito en 1912) el astillamiento de los géneros
literarios tradicionales. El hombre del siglo veinte encontraría
la poesía en prospectos, catálogos y carteles. Y la
prosa, en los periódicos.
El arte, el conjunto de las artes, había
perdido su posición predominante en la configuración
de la sensibilidad occidental. Tres nuevas vías concurrentes
de experiencia estética, de gran potencia y expansividad, irían
consolidándose a lo largo del siglo, modificando el antiguo
escenario construido sobre la jerarquía de lo artístico
y la hegemonía del gusto idealista.
Tres nuevas vías. El diseño
industrial, cuya configuración definitiva viene dada por la
fundación de la Bauhaus por Walter Gropius en 1919. Pero que
hundía sus raíces en el siglo anterior, en propuestas
como las de William Morris, o en los inicios del siglo en Viena con
los Talleres Vieneses (Wiener Werkstätte), fundados el 19 de
mayo de 1903.
Su impulso brotaba directamente de la importancia
adquirida por las llamadas artes aplicadas en el último
tercio del siglo XIX, como expresión de la búsqueda de
un bienestar material y de una demanda de disfrute estético
por las nuevas capas urbanas. La moda, el mobiliario, la decoración
de interiores y los objetos domésticos se convierten en
espacios de cristalización del gusto de las masas, vehículos
de una nueva sensibilidad estética no ligada al elitismo
aristocratizante del arte tradicional.
La publicidad había irrumpido con fuerza en
el final de siglo parisino, dando un nuevo rostro a calles y locales
comerciales: un lenguaje directo y agresivo reclamaba imperiosamente
la atención del ciudadano moderno. Los carteles de
Toulouse-Lautrec o la inscripción de las palabras en la
imagen cubista muestran, desde su inicio, el impacto que causó
en la representación visual.
La difusión de los primeros periódicos,
en el siglo XVII, difícilmente se podría considerar masiva.
Todavía en 1704, la venta media conjunta de todos los periódicos
de Londres era de 7.300 ejemplares diarios.
Es también en el siglo XIX, y
particularmente en su segunda mitad, cuando los periódicos
llegaron a ser tan baratos y a difundirse tan profusamente como hoy.
Entre 1860 y 1870, la mayoría de los periódicos de
Nueva York costaban cuatro centavos o menos, y hacia 1872 tres de
ellos tenían una difusión de 90.000 o 100.000
ejemplares.
Los periódicos de Paris y de Londres
alcanzaron tiradas parecidas en el mismo período. Es entonces
cuando puede situarse la aparición de los medios de
comunicación de masas, el tercer factor no artístico
que constituye, junto con las artes, el horizonte estético de
nuestro tiempo.
El diseño, la publicidad, los medios de
comunicación de masas: los tres brotan del giro impresionante
que experimentó la vida en el siglo XIX. Los tres son un
signo del rasgo definitorio por antonomasia del mundo occidental
contemporáneo: la expansión de la técnica.
La industrialización, la formación
de las grandes ciudades europeas y norteamericanas, la constitución
de las multitudes, fueron los efectos de esa expansión, de la
configuración de la vida por la técnica.
Los objetos mecánicos, las máquinas,
irrumpen y se multiplican con rapidez a lo largo del siglo XIX.
Pronto son numerosas, incontables, frente a la antigua singularidad
de los viejos autómatas. La magia se había hecho
cotidiana.
Y particularmente visible en uno de los signos de
los tiempos: la velocidad. O en la plasmación mecánica
de las imágenes visuales permitida por un invento que marcaría
el destino de éstas, la fotografía. La vida va más
deprisa. Y el dibujo, la pintura y la escultura han dejado de ser la
única forma, a través de la mano, de dar cuerpo a las
imágenes.
La representación visual se emancipa de la
habilidad o destreza manual, sobre la que se articulaba el
privilegio jerárquico de las artes.
La fotografía suponía, además,
el surgimiento de nuevos espacios de la representación: la
pornografía, la captación morbosa del dolor, el crimen
y la muerte, o el control policial (pasaportes, fichas, etc.) de la
identidad. Rasgos, todos ellos, que se irían progresivamente
acentuando hasta hoy mismo, extendiendo un halo de narcisismo en la
cultura contemporánea.
Los poderes y atributos tradicionales del arte
estaban en discusión. La vieja homogeneidad había
desaparecido. Frente a la pluralidad y opacidad de los nuevos
tiempos, había que reinventarlo todo. Y éso es lo que
expresa el emblema picassiano, Las señoritas de Aviñón:
la nueva y radical soledad del arte en un mundo germinalmente
hiperestetizado a causa de la expansión de la técnica.
La respuesta frente a la técnica podía
ser positiva, afirmativa, como en el caso de los Futurismos. O también
de Le Corbusier, quien propugnaba llamar al ingeniero en ayuda del
artista y consideraba la era de la máquina como vía
hacia una nueva forma de arte. Le Corbusier, que afirmaba: La
juventud de hoy tiene un motor en el estómago y un aeroplano
en el corazón.
Pero esa respuesta fue también irónica
y distanciada, como en Marcel Duchamp. Cuando visita, junto a
Fernand Léger y Constantin Brancusi, en 1912 el Salón
de la Locomoción Aérea, en el Grand Palais de Paris,
le dice al escultor rumano: La pintura se acabó. ¿Quién
mejoraría esa hélice? Di, ¿puedes tú hacer
eso?.
El impacto que experimenta el joven pintor Duchamp
le lleva, más allá del Cubismo, a esa gran
experiencia* de expansión del arte que es La Mariée
mise à nu par ses Célibataires, même, el otro
gran emblema, junto a Las señoritas picassianas, de la
irradiación de las estéticas contemporáneas.
Y le lleva, a la vez, a una nueva mirada hacia los
objetos producidos por la técnica, ya hechos, a los que llama
ready-mades*. Una fórmula en la que se expresa la consciencia
de la contracción del espacio tradicional del arte,
intentando evitar el sentimentalismo o la nostalgia (según
Duchamp, los objetos no se eligen por sus cualidades "estéticas",
sino por lo que llama belleza de indiferencia).
En todo caso, la Gran Guerra de
1914-1918 acabaría brutalmente con las visiones ilusionadas y
unidimensionales de la técnica. Por vez primera se produce su
aplicación en un proceso militar de destrucción
masiva.
En su hermoso escrito de 1933 Experiencia y
pobreza, Walter Benjamin evocó el impacto terrible,
traumático, que vivió aquella generación aún
no familiarizada con la técnica: nosotros que fuimos al
frente de combate en tranvías tirados por caballos, al
experimentar en carne propia su vertiente más destructiva: nuestros
cuerpos quebradizos, fragmentarios, en el torbellino de estallidos
del campo de batalla.
Y así se abriría paso otra respuesta:
el rechazo dadaísta. Frente a la guerra, la técnica,
el arte. La movilidad y el desasosiego se sumaban a la pluralidad, a
la pérdida de la homogeneidad de la representación.
Esas son las constantes de las estéticas contemporáneas
a lo largo del siglo.
Aspectos, todos ellos, que nos explican la
intensidad del malestar que atraviesa el conjunto de las artes, la
presencia recurrente en ellas, con modalidades diversas de la imagen
de la muerte del arte.
La noción tradicional, clásica, de
arte se había constituido en los albores de la Modernidad, en
el proceso histórico que va del Renacimiento a la Ilustración,
como un corte o escisión respecto a la artesanía, que
implicaba también una ordenación jerárquica.
De un lado, el arte, la obra artística y el
artista. De otro, la artesanía, el artefacto y el artesano.
La obra de arte se consideraba punto jerárquico de
referencia, como manifestación de la fuerza creativa,
espiritual, del artista, para la producción de cualquier
objeto artesanal, en el que se admite la pericia o destreza pero no
el rasgo creativo genial.
Esa concepción del arte culmina en el siglo
XVIII con la formación de un sistema integrado, el de las Bellas
Artes, articulado en una red institucional. El arte, situado a
una distancia infranqueable, ocupaba una posición jerárquica
que servía de modelo, mental y espiritual, a todo el sistema
artesanal de producción.
La Segunda Revolución Industrial, en el
siglo XIX, y la consiguiente expansión de la técnica
alteraron profundamente esa situación. La relación
tradicional, jerárquica, del arte respecto a los objetos de
la vida cotidiana se invierte. Éstos ya no son productos
artesanales, manuales, sino el resultado de un proceso de producción
en serie, mecánico, técnico.
El arte, que a través de la noción
tradicional de mímesis, extraía sus modelos de la
naturaleza, encuentra rotas las vías de comunicación
con la misma por la creciente interposición de la técnica.
Según avance el siglo XX, el objeto primordial de la mímesis
artística no será ya la naturaleza, sino la cultura, y
particularmente los productos y procedimientos de la técnica.
La mímesis clásica se rompe así
definitivamente. El valor emblemático de Las señoritas
y de La Mariée* brota de la comprensión de ese hecho.
La expansión de la técnica ha anulado en nuestro siglo
la antigua autonomía jerárquica del arte.
El primero en advertir teóricamente esa pérdida
de la autonomía del arte fue Walter Benjamin. En su escrito
sobre La obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica escribe: La época
de su reproductibilidad técnica desligó al arte de su
fundamento cultual: y el halo de su autonomía se extinguió
para siempre.
La asociación tradicional del arte con una
dimensión cultual confería a sus productos: a las
obras, un halo espiritual, de sacralidad. Y a los artistas, como creadores,
una función cercana a una especie de sacerdocio del espíritu.
Obras y artistas resultaban así objeto de reverencia,
en el marco valorativo de la tradición clásica.
Pero, como advirtió Benjamin, al ser
reproducibles técnicamente, las obras fueron poco a poco
perdiendo su fuerza de incitación a la reverencia. *La Mona
Lisa (c. 1502) de Leonardo da Vinci se convierte en blanco de la
ironía de Marcel Duchamp en *L.H.O.O.Q. (1919). Bigotes y
perilla añadidos al rostro, y una inscripción que es
una burla cortante del trasfondo erótico del cuadro de
Leonardo: ella tiene el culo caliente...
Y después, con Andy Warhol*: Cuatro Mona
Lisas (1963), la imagen aparece multiplicada y disociada de un
soporte singular, como reclamaban las obras de arte tradicionales.
Muchas Mona Lisas van y vienen en las redes estéticas y
comunicativas de la cultura de masas. La obra ha perdido su
singularidad, convirtiéndose en imagen metamórfica, en
signo disponible para encarnarse en una amplísima diversidad
de soportes.
El resultado es la desacralización, la
secularización del arte. La expansión que sus imágenes
adquieren gracias a la técnica, el reforzamiento de su
capacidad de incidencia y circulación social, van unidos a
una proximidad, a una pérdida de la antigua distancia
reverencial.
El cambio global de la cultura implica una
transformación en profundidad, cualitativa, del arte y de sus
funciones sociales. De ahí la tendencia a la conversión
del arte en un objeto más de consumo.
Algo que, por ejemplo, ya previó el artista
suizo Henry Fuseli, en sus Aphorisms on Art (escritos probablemente
en 1789): El arte en una estirpe religiosa produce reliquias;
en una militar, trofeos; en una comercial, artículos de
comercio. Una tendencia que, efectivamente, la expansión
de la técnica no ha hecho sino ir acentuando cada vez más.
En definitiva, en un mundo cambiante, el arte se
ve forzado a una reorganización de su espacio y su lenguaje,
en un horizonte de pluralidad y de concurrencia con otras vías
y procedimientos (técnicos) de manifestación estética.
De ahí que la introspección, el problema de la propia
identidad, se convirtiera, a lo largo de todo el siglo, en una de
las cuestiones obsesivas de todas las artes y tendencias.
En los años treinta, Walter Benjamin podía
hacer valer aún el impulso político, el moralismo
característico de las vanguardias históricas,
oponiendo a la estetización de la política, llevada a
cabo por los fascismos, la politización del arte: una gran
utopía de transformación de la vida humana, a través
del arte.
Pero recluida en la innovación formal e
incapaz de evitar la gran catástrofe de la Segunda Guerra
Mundial, la vanguardia misma acabó volviéndose academia,
institucionalizando la tradición de lo nuevo.
A partir del desarrollo de las nuevas sociedades
de masas, surgidas en el período económico expansivo
de la postguerra y cristalizadas en torno a los años sesenta,
resulta sin embargo evidente que la estetización de la política
en los años treinta había sido tan sólo un
primer esbozo de la estetización generalizada característica
de la nueva cultura de masas, de la nueva sociedad del
bienestar.
Y ello ha sido determinante en la transformación
del universo artístico. En los últimos treinta años,
las artes se han visto forzadas a convivir, sin ningún tipo
de privilegio, con una intensísima estetización de la
experiencia, propiciada por la configuración técnica
de la cultura.
¿Cómo no sentir el vértigo ante
lo desconocido? ¿Cómo no experimentar de forma
recurrente la llamada abismal de la muerte del arte? Las
tres grandes vías de esteticidad concurrentes con las artes
aparecen, hoy día, más fuertes y consolidadas que
nunca, planteando toda una alternativa de estetización
generalizada frente a la antigua y desplazada hegemonía estética
del arte.
Con el diseño, el prototipo se opone a la
obra de arte. La publicidad provoca excitación frente a la
serenidad. Los medios de masas generan distorsión en lugar de
estabilidad. Es como si las artes experimentaran el vértigo
de un vacío, provocado al verse reflejadas en un espejo
deformante.
De nada valen, sin embargo, actitudes nostálgicas
o apocalípticas. La expansión de la técnica es
el signo central de nuestra civilización, y no hay pasos atrás
en las culturas humanas.
En todo caso, es innegable que los cimientos del
arte están, en nuestro presente, conmovidos con una
intensidad hasta ahora desconocida. Desplazamiento de sus funciones
tradicionales. Desconocimiento de lo que está por venir. En
definitiva, incertidumbre. La pregunta resulta inevitable: ¿tiene
un futuro el arte? En mi opinión, claro que sí. Pero
no en las formas y manifestaciones ligadas a situaciones históricas
y culturales hoy ya no existentes.
Para mirar al futuro, es fundamental la genealogía:
tomar consciencia de cómo las cosas han llegado a ser lo que
son. Comprender que "EL ARTE" no es una realidad esencial
e inmutable, sino un conjunto de prácticas y representaciones
sometidas a un vertiginoso proceso de cambios y ajustes, como
cualquier otra dimensión de la cultura moderna.
Paradójicamente, uno de los signos más
positivos para el futuro del arte se sitúa, precisamente, en
esa cuestión que durante dos siglos ha parecido problematizar
intensamente su destino: el desarrollo de la técnica.
La nueva revolución tecnológica: el
desarrollo convergente de la electrónica y la informática,
abre ante nosotros la perspectiva de una nueva alianza del cerebro y
la mano. Y también la promesa de una nueva conciliación
entre las artes y la técnica.
La aparición de nuevas tecnologías,
que tienen su centro de gravedad en la cibernética y la
comunicación, está abriendo hoy el camino para otra
nueva gran utopía estética.
Surge ante nosotros la imagen de una nueva
interacción entre arte y técnica que haga posible la
emancipación del arte respecto a las dimensiones meramente
reproductivas de la técnica, así como una expansión
social cualitativa (y no meramente informativa) del
arte.
Estamos viviendo en nuestros días, a veces
sin percibirlo con claridad suficiente, el despliegue de las
condiciones de pósibilidad de una gran revolución
mental, intelectual, en la que lo que el arte ha significado en
nuestra tradición de cultura debe ser uno de los elementos
desencadenantes.
La técnica es el signo dominante en el
despliegue de la modernidad. Y hoy sabemos que presenta una doble
faz. Es innegable que hay en ella un componente positivo, que hace
factible el bienestar material. Aunque a la vez genere la ilusión
de un progreso de carácter general, a pesar de
que el avance espiritual o mental no surge mecánicamente del
bienestar material.
Pero la técnica contiene, además, un
componente destructivo, aniquilador, en planos muy diversos. En su
aplicación militar, industrial (daños ecológicos,
etc.), informativa (alienación, etc.)...
El horizonte cultural de nuestra época, en
los umbrales del nuevo siglo y del nuevo milenio, está
marcado por la necesidad imperiosa de un replanteamiento radical de
los usos y funciones de la técnica.
En ese replanteamiento, el modelo arte
debe desempeñar un papel primordial. Arte y técnica
brotan, ambos, de un tronco común, como ya quedaba de
manifiesto en la Grecia Clásica, con el concepto de téchne.
Desde un punto de vista filosófico, el arte y la técnica
comparten el mismo espacio ontológico, el del simulacro, la
apariencia.
Pero mientras que el uso habitual de la técnica
conduce a la reproducción e identificación con la
experiencia, el arte históricamente produce un mundo propio,
un mundo diferenciado de la experiencia.
El arte mantiene la tensión entre lo
existente y su imagen, creando mundos posibles, universos
imaginarios, que se presentan siempre como tales. En cambio, el uso
reproductivo de la técnica elimina esa tensión,
generando una identificación plena entre experiencia y
simulacro.
Las nuevas tecnologías cibernéticas
y comunicativas nos sitúan en un nuevo umbral civilizatorio,
precisamente porque presentan en su seno una tendencia a la
universalización del momento productivo, inventivo, de la técnica.
Mientras hasta ahora ese momento quedaba reservado
a los especialistas y el acceso del universo social se veía
restringido a la recepción reproductiva de sus efectos, la
nueva dinámica tecnológica presenta una tendencia
hacia la apropiación social generalizada de la dimensión
inventiva de la técnica, particularmente en lo que se refiere
a la información y el conocimiento.
Pero además, a través de la técnica,
las artes están hoy traspasando el antaño
revolucionario umbral de la reproducción mecánica y
estableciendo una nueva integración con la electrónica
y la cibernética.
Los distintos soportes sensibles: lenguaje, formas
visuales, sonido, confluyen y se superponen tendencialmente en una
nueva unidad plural de la representación, que profundiza y va
más allá de la abierta por Picasso. El futuro del arte
está cifrado en lo que, con una expresión bastante
fea, se suele llamar "multimedia".
Yo prefiero hablar de integración de
diversos soportes sensibles y, por eso, de unidad plural de la
representación, de una nueva capacidad de síntesis en
la producción de imágenes (entendidas éstas en
toda su gama expresiva: lingüísticas, visuales,
sonoras).
Como ya he dicho, no se trata, en realidad, de una
ruptura. Pero sí de una profundización espectacular de
lo que está ya presente a lo largo de todo el siglo que ahora
termina: la tendencia a la hibridación, al mestizaje
expresivo, al desbordamiento de las fronteras entre los distintos "géneros"
y disciplinas artísticos.
Algo que tiene, también, su correlato en un
plano antropológico: desde una situación de predominio
de la tradición cultural de Occidente nos encaminamos a un
universo crecientemente plural, a una globalización
planetaria de la cultura en la que, una vez más, el lenguaje
y la expansión de la técnica actúa como fenómeno
desencadenante.
En todo caso, podemos hablar todavía sólo
de una tendencia, y como tal de resultado abierto, problemático.
Por ello, y junto con el reconocimiento de todos los componentes
positivos que conlleva y de que, además, es una vía
sin retorno, resulta imprescindible guardar las debidas cautelas
frente a las tendencias a la homogeneización y al
nivelamiento que tambien desencadena la tecnología.
E igualmente tener muy presente la cuestión
moral y política de quién y cómo detenta el
control de su uso y su orientación, aspectos todos ellos en
los que la responsabilidad de los artistas y de todas las personas
que intervienen "profesionalmente" en el mundo del arte me
parece central.
No creo, por otra parte, que en ese futuro, en el
que predominará la pluralidad representativa a través
de la integración estética de las artes, la electrónica
y la informática, se produzca la desaparición de los géneros
artísticos tradicionales.
Por el contrario. No tendrán espacio las
concepciones ingenuas o dogmáticas, ligadas a tiempos
pasados. Pero lo más probable es que en el terreno de las
artes plásticas suceda algo similar a lo que ocurrió
con el advenimiento de la escritura, que no supuso la desaparición
de la poesía, tan central en las culturas orales, aunque sí
una profundísima transformación de la misma.
Y con ello, su revitalización. En lugar de "desaparecer",
como pretenderían algunos apocalípticos, la pintura o
la escultura se estarían abriendo así en la actualidad
hacia un nuevo estatus: radical, fundamental, de plasmación
de las formas visuales. De manera paralela a como la poesía
es la célula viva, el laboratorio germinal, de los procesos
de creación literaria.
No quiero, sin embargo, suscitar la idea de que
todo es positivo, ni caer en la mera ensoñación
abstracta de un futuro feliz. Las dimensiones repetitivas y
niveladoras de la técnica, que de modo tan intenso se han
hecho sentir también en el despliegue moderno del arte en el
plano institucional, nos permiten entrever un mañana en el
que, por desgracia, la burocratización del arte puede crecer
más intensamente que nunca.
Para abordar filosóficamente lo que este
complejo fenómeno supone es preciso comprender, de entrada,
que en nuestro tiempo se vive una transformación
revolucionaria de las relaciones entre lo público y lo
privado.
La tradición de la cultura moderna fijaba
uno de sus puntos distintivos en la separación de ambas
esferas. La religión, el cimiento ideológico más
importante de la esfera pública en la sociedad pre-moderna,
quedaría relegada en los nuevos tiempos a la esfera privada
de la consciencia individual.
Las funciones sociales del arte moderno se
articularon originariamente según una estructura semejante.
Las obras o productos son el signo público de esa estructura,
forman una cadena comercial entre individuos: productores y
consumidores.
Sin embargo, la formación de las culturas
de masas en nuestro siglo y la hiperestetización de la vida
como efecto de la tecnología, han ido produciendo un denso
solapamiento e incluso confusión entre ambos planos, entre lo
público y lo privado.
Un primer aspecto a destacar es la universalización
del consumo. En sociedades donde "el derecho a consumir"
(independientemente de las necesidades y posibilidades materiales)
constituye el punto de referencia, el consumo de arte se convierte
en un factor relevante.
Pero se trata de un consumo público, y no
privado. La relación individual entre productor (artista) y
consumidor (cliente) ha desaparecido para dejar paso a una relación
abstracta, configurada con las características capitalistas
de la mercancía, en la que ambos experimentan su integración
en canales públicos.
Las instituciones que presentan y transmiten a la
gente las obras y productos de los artistas: museos, grandes
exposiciones, galerías, ferias..., forman parte de un tejido
global configurado a través de las estructuras comunicativas
y mercantiles de la cultura de masas.
Es un proceso que se consolida en torno a los años
sesenta y supone la aparición de toda una serie de canales
mediáticos específicos del mundo artístico. Las
galerías, revistas o publicaciones especializadas, y ferias
forman un entramado donde se produce la contextualización
comunicativa y mercantil de las obras, que en última
instancia será definitivamente legitimada por las grandes
exposiciones y los museos.
En definitiva, a través de sus distintos
espacios institucionales, en los que el museo desempeña el
papel de último referente, el arte está integrado,
reproduce la estructura de los espacios públicos de
entretenimiento de la cultura de masas.
Lo peor que puede hoy decirse de una propuesta artística
es que "no es divertida" o "espectacular". Y es
que el parque público de diversión se ha convertido en
el modelo de "la mercancía artística".
Disneylandia, los dinosaurios o la exposición Velázquez
(no la pintura de Velázquez) constituyen un universo
unitario.
El crecimiento ambiental del "mal gusto",
del kitsch, no proviene ya sólo del vacío de valores,
del que habló Hermann Broch como uno de los aspectos
centrales que explicarían el paso del arte del diecinueve a
las vanguardias. De ese vacío ideológico y cultural
producido por la quiebra de nuestras esperanzas y proyectos históricos,
sino también de la uniformización del consumo estético.
De la integración del arte en la esfera del espectáculo
de masas.
Desde un punto de vista cultural, el resultado es
la intensificación del narcisismo. Donde quiera que "miremos"
contemplamos la misma y redundante imagen. Un yo uniforme,
empobrecido, que es a la vez un fuerte elemento de identificación
e integración.
El arte no muere, no desaparece. Pero queda "digerido"
en ese inmenso aparato digestivo de la cultura de masas.
Como un efecto de esa degradación está
la existencia y ampliación de un universo de "mediadores",
de "profesionales del arte". Lo que podría
constituir un importante elemento en la extensión social,
educativa, del arte deriva en muchas ocasiones, en cambio, hacia la
mera mundanidad y agitación propagandística.
Se trata de un nuevo ceremonialismo mundano,
patente en inauguraciones y encuentros, que lleva "el mundo del
arte" a las "crónicas de sociedad". En buena
medida, la "profesionalización artística"
acaba convirtiéndose en un efecto más de la
trivialización mediática.
El cinismo predominante entre artistas y críticos
es indisociable de una situación en la que lo que dicta las
normas es el efecto comunicativo y mercantil, y no la calidad o el
riesgo de las obras y propuestas, que tiene que abrirse camino a
través de la red cada vez más tupida de "la
profesión".
En definitiva, lo que suele hoy llamarse "el
mundo del arte" es un circuito mercantil y comunicativo,
constituido por artistas y especialistas, galerías, museos,
coleccionistas y medios de comunicación, que, paradójicamente,
actúa en no pocas ocasiones como un segmento social aislado,
aparte, que impone autoritariamente sus concepciones del arte al
resto de la sociedad.
En ese universo, el papel de los artistas se ve
reformulado de un modo radical. En lugar de la leyenda del bohemio,
del rebelde inadaptado, el artista se ve forzado a convertirse en
una especie de agente cultural, relaciones públicas y técnico
de comunicación, para poder conseguir el acceso al circuito
institucional.
Los riesgos de esa pesada burocracia conducen
inevitablemente también a la nivelación expresiva de
las propuestas, a la homogeneización internacional de las
obras y las formas de expresión.
Ese pesado lastre es hoy, para mí, la mayor
carga negativa del arte. Sólo la revindicación de la
soledad, la búsqueda de la coherencia y la intransigencia ética
y estética, pueden impulsar al arte y a los artistas por las
vías de la auténtica expresión de la
creatividad.
Pero en ello soy moderadamente optimista. Las
formas de manifestación estética de los seres humanos
van más allá de la pequeña política,
desbordan los cortacircuitos de los intereses materiales que
intentan instrumentalizar los procesos de creación.
Y precisamente lo que las estéticas
contemporáneas muestran, con su imagen compleja y abigarrada,
es la vitalidad del arte en una situación convulsiva,
producida por el cambio profundo de las condiciones culturales en
que se había venido desarrollando.
Rasgos estéticos diferenciadores como la
pluralidad de la representación, la movilidad, el
desasosiego, la desacralización y la introspección,
han caracterizado intensamente el decurso de las artes a lo largo de
todo el siglo veinte.
Esos aspectos han mantenido vivas, actualizándolas
y acomodándolas a la nueva situación, las exigencias
de inventiva y compromiso moral del arte. De ese modo, yendo una y
otra vez más allá de sí mismo, el arte mantiene
su fuerza, su vitalidad, en un mundo cambiante, característico
de la condición humana.
Porque en su entraña más profunda el
arte es metamorfosis, y por eso no mera repetición, ni simple
redundancia, sino producción de realidad, creación.
Partiendo de lo que hay, de la experiencia sensible, de lo
existente, el arte va más allá, cuestionándolo
y cuestionándose a sí mismo. Como escribió Paul
Klee, en 1920, el arte no reproduce, hace lo visible.