1999

LÍMITE Y METAMORFOSIS

"Entre el vivir y el soñar/ hay una tercera cosa./ Adivínala." (Nuevas Canciones, 1917-1930, CLXI, Proverbios y cantares, V). El verso intenso de Antonio Machado, en su vertiente más enigmática, parece trazar ante nuestros ojos el arco tendido de la palabra. Límite profundo de la experiencia de sí, allí donde el silencio del cuerpo mudable hacia la muerte se hace sentido. Y metamorfosis: variación en la forma, transformación infinita, precisamente a partir de la experiencia germinal del límite.

El cuerpo mismo es hijo de la palabra, se hace presente en el lenguaje. Alcanza su configuración, simbólicamente, a través de la palabra, de la cultura. El enigma interior sobre el que germina la imagen de la metamorfosis: la oposición entre el tiempo como eternidad y como devenir, nos conduce irremisiblemente al ondulante mar del lenguaje.

La obra de Freud, con el antecedente crucial de Nietzsche, es la que abre, en nuestra cultura, la consciencia teórica de esa intercomunicación profunda entre el cuerpo y cl lenguaje. El psicoanálisis nos permite contemplar el cuerpo como "el lugar escénico de la palabra": "El cuerpo no deja de ser lo que se ve, al tiempo que es lo imaginario de las palabras y, más allá, su esencial ambigüedad metafórica" (Fédida, 1983, 24-25).

El pensamiento de Occidente se ha construido, sin embargo, sobre la sujeción o el repliegue del cuerpo y la consiguiente negación de la metamorfosis. Y así, desde sus momentos iniciales, el proceso de constitución del lógos filosófico en Grecia presenta los rasgos de una búsqueda de distanciamiento de ese lenguaje/cuerpo tortuoso y variable, que permite aludir a la fijeza de lo que no deviene a través del devenir incesante de la palabra.

La voz que nos habla proviene de la lejanía más ancestral. De la noche y la luz de la revelación. Parménides es conducido a la diosa por "las yeguas muy conocedoras", signos del Hades y de la metamorfosis. A las que anteceden las helíades, "tras abandonar la morada de la noche,/ hacia la luz, quitándose de la cabeza los velos con las manos" (DK 28 B 1, 9-10). La noche y la luz. El mundo subterráneo y el mundo solar. La muerte y la vida, encadenadas. El gesto sutil de retirar el velo, que permite al iniciado acceder a los misterios.

La filosofía nace del conocimiento ritual, del anclaje en los misterios. Pero a través de un corte, de un distanciamiento. La pupila densa del poeta, José Lezama Lima (1989, 280), ha sido capaz de percibir esa continuidad distanciadora entre los misterios eleusinos y Parménides: "El es órfico sigue el reto de las estaciones, muere y renace. Es, está y será. El es de Parménides no depende de sumergimientos, su ente es como su noche, un continuo, el Uno".

¿Fue realmente una revelación ritual? Parménides adopta los rasgos del saber ancestral: el hexámetro poético y los signos del misterio, para cuestionarIo en profundidad. Al distinguir "la verdad bien redonda" de "las opiniones de los mortales, para los cuales no hay fe verdadera" (DK 28 B 1, 29-30), Parménides inicia un proceso de abstracción del lógos (pensamiento-lenguaje), que intenta detener el flujo metamórfico de la unidad en la contradicción, de la verdad enigmática que se expresa en el ritual.

Parménides confiere unidad, identidad y fijeza a lo real. Y al hacerlo subvierte el lenguaje, establece una conexión entre la percepción del carácter metamórfico de lo existente y la palabra poético-ritual. Lo que conducirá, paradójicamente, a una relación torturada, agonística, de la filosofía con el lenguaje, del que desconfía radicalmente, aunque no pueda proceder sin servirse de él.

El lógos filosófico se constituye sobre la prohibición de decir y pensar el abismático no ser de los cantos poéticos y los rituales: "De lo que no es, no te permito/ que lo digas ni pienses, pues no se puede decir ni pensar/ lo que no es" (DK 28 B 8, 7-10). Repárese en el tono imperativo, en el mandato : "no te permito"... Un nuevo lógos se afirma, y lo hace contraponiéndose a la lógica de la unidad en la contradicción, que nos mantendría "ciegos y sordos", como "gente que no sabe juzgar,/ para quienes el ser y no ser pasa como lo mismo/ y no lo mismo" (DK 13 6, 7-9).

El puente que Heráclito quiso tender entre el saber enigmático y la abstracción del lógos era demasiado frágil, quebradizo, ante la fuerza desatada de la palabra vuelta sobre sí misma. Ante la dialéctica naciente, con la que la palabra emancipada del ritual se convertiría en eje de la vida pública. Y, a través del juego de espejos de la reflexión, en la médula de un lenguaje filosófico construido a partir de un corte profundo con la materialidad de la vida.

En la vía abierta por Parménides el único camino al conocimiento de la verdad es el que lleva al "uno que es". Y sus rasgos son la negación de la metamorfosis y de la temporalidad: "Un solo camino narrable/ queda: que es. Y sobre este camino hay signos/ abundantes: que, en tanto existe, es inengendrado e imperecedero;/ íntegro, único en su género, inestremecible y realizado plenamente;/ nunca fue ni será, puesto que es ahora, todo a la vez,/ un continuo" (DK B 8, 1-6). El uno que es está más allá del cambio y del tiempo. Platón lo señalará como condición de todo lo existente: "si el uno no es, nada es" (Parménides, 166 c).

Pero así la materialidad de la vida se diluye, y acaba produciéndose la inversión de verdad y mentira (apariencia, opinión), que ya fue sometida a crítica por Nietzsche (1888, 16): "A la realidad se le ha despojado de su valor, de su sentido, de su veracidad en la medida en que se ha fingido mentirosamente un mundo ideal... El "mundo verdadero" y el "mundo aparente" -dicho con claridad: el mundo fingido y la realidad...".

El lógos filosófico no sólo desconfía de la materialidad de lo real, sino también del lenguaje. Tanto en Parménides como en Platón la cuestión se expresa como diferencia respecto al lenguaje de "los antiguos". Lo que supone tanto como decir diferencia respecto al lenguaje del ritual y de la poesía.

Para Parménides, la distinción entre "el etéreo fuego de la llama" y la "noche oscura" no surge del conocimiento de la verdad. Es un hecho lingüístico, una acción de nombrar, que brota de la mera opinión: "Según sus pareceres han impuesto nombres a dos formas,/ de las cuales no se puede (nombrar) a una sola: en eso se confunden" (DK B 8, 53-54). Y no se trata sólo del dualismo noche/día, que niega la unidad del ser, sino también de la idea de multiplicidad: "Así nacieron estas cosas, según la opinión, y son ahora,/ y después, creciendo desde allí, llegarán a su fin;/ para ellas los hombres han impuesto nombres, para cada uno (un nombre) distintivo" (DK B 19, 1-3). La doctrina filosófica de la verdad revela la unidad e inmovilidad del ser. Toda idea de cambio provendría, al contrario, de ese nombrar hijo de la mera opinión: "Son todo nombres/ que los mortales han impuesto, convencidos de que eran verdaderos:/ generarse y perecer, ser y no (ser),/ cambiar de lugar y mudar de color brillante" (DK B 8, 38-41).

En el Crátilo, Platón atribuye a "los hombres de la remota antigüedad que pusieron los nombres" (411 b) el origen de la idea de la movilidad del ser. Aquellos que dieron los nombres, "quienes los impusieron, lo hicieron en la idea de que todo se mueve y fluye" (439 c). Y, por tanto, al estar estructuralmente configurado el lenguaje como permanencia y cambio, como metamorfosis, la aspiración al conocimiento de la verdad habrá de situarse más allá del lenguaje: "No es a partir de los nombres, sino que hay que conocer y buscar los seres en sí mismos más que a partir de los nombres" (439 b).

En definitiva, la voluntad de abstracción del lógos filosófico niega lo metamórfico y, consecuentemente, desconfía del lenguaje. Ésa es la problematicidad de nombres y palabras, que dicen todas las cosas, pero no alcanzan a decir "lo que es". Aunque, claro está, la filosofía no puede sustraerse a su utilización, se expresa lingüísticamente. Y de ahí la incertidumbre última del propio proceso de conocimiento, que no puede dejar de operar, como Platón reconoce, sino "por un medio tan débil como las palabras" (Carta VII, 342 e).

Consciente de esa dificultad constitutiva, el pensamiento filosófico ha pretendido, durante siglos, alcanzar un lenguaje no sometido al cambio, en el que pudieran expresarse las "verdades eternas" y la inmovilidad del ser. Es lo que conduce a lo que Nietzsche (1878, 122) llamó "el lenguaje como presunta ciencia". El corte, la inversión, del ideal respecto a lo real tendría así su punto de apoyo en el lenguaje filosófico, particularmente en la lógica: "También la lógica se basa en presupuestos a los que no les corresponde nada en el mundo real, por ejemplo, el de la igualdad de las cosas, el de la identidad de la misma cosa en diferentes puntos del tiempo" (Nietzsche, 1878, 122). El ser uno, inmóvil e idéntico, de Parménides no habría dejado de gravitar en e! largo proceso de nuestra tradición de cultura, convirtiéndose en principio o fundamento de la filosofía y de la ciencia. Y en clave inspiradora del corte o separación entre el uso teórico y los usos no teóricos (poético, religioso, práctico...) del lenguaje.

Sin embargo, atendiendo a las características del lenguaje, la idea de la unidad y fijeza del ser y el sentido supone aislar su dimensión de permanencia respecto a la igualmente constitutiva de cambio. Desde un punto de vista teórico, gramatical, es lo que expresa la conocida diferenciación, por Ferdinand de Saussure, entre el plano de la lengua (langue) y el del habla o palabra (parole).

Las nociones de sistema, orden o regularidad, inherentes al concepto de lengua, son, no obstante, como señala Agustín García Calvo (1989, 292), "abstracciones (ideales operativos en todo caso) que carecen de realidad en el lenguaje, si por "realidad" se entiende el tema de las ciencias (naturales o sociales)". Ahora bien, se trataría de un tipo particular de abstracciones, dadas en su objeto mismo, en la lengua, y que constituirían "precisamente sus realidades fundamentales". Y esto es así al considerar "la lengua misma", y no su realización. Al considerar "la lengua como existente en la conciencia común de los hablantes, que es a su vez una abstracción" (García Calvo, 1989, 292).

Esa abstracción de un lógos común constituye, como sabemos, el eje de la heraclítea lógica de la unidad en la contradicción, sobre la que se asienta la idea de permanencia en el cambio.

Pero no olvidemos el otro plano del lenguaje, el del cambio. Según García Calvo (1989, 293), el cambio de la lengua "no puede Ilamarse evolución, ya que la discontinuidad es" inherente a la misma, "sino mutación". Siendo el lenguaje un tipo especial de acción, y no un hecho cultural: en la medida en que todos los hechos culturales y sociales tienen en su base el lenguaje, su incesante movilidad, su transformación constante, alientan en la vida del habla, en el tránsito de la palabra. Y así, como ha observado George Steiner (1975, 33), el mejor modelo de la pretendida fórmula heraclítea: "todo fluye", sería precisamente el lenguaje: "El lenguaje (...) constituye el modelo más sobresaliente del principio de Heráclito. Se altera en todo momento del tiempo vivido".

Pero conviene insistir en un aspecto fundamental: se trata de una alteración incesante que sobreviene en el trasfondo de la abstracción de una lengua común. La diferencia respecto al ser único y fijo de Parménides, núcleo de la tradición filosófica de Occidente, se situaría no en la oposición permanencia/cambio, sino en el corte o separación de la permanencia respecto al carácter fluyente del lenguaje que se opera con el poema de Parménides.

Y ese carácter fluyente del lenguaje nos lleva a la estrecha asociación de la metamorfosis con el proceso temporal, con la experiencia del tiempo. García Calvo (1989, 308) ha considerado el ritmo del lenguaje como "la aplicación a la producción lingüística de algo mucho más vasto y general a lo que obedece todo aquello que se percibe temporalmente, en el tiempo, como suele decirse, o tal vez mejor dicho constituyendo el tiempo".

El lenguaje humano es articulado y discontinuo; se da "a golpes": sílabas o frases, lo que supone un ritmo. Pero igualmente encontramos discontinuidad y articulación en el propio cuerpo (en especial, el brazo y los dedos), en cuyo interior más profundo habitaría también el ritmo, en su apertura al gesto, la mímica, la danza... Rítmicas son, asimismo, la ordenación ritual de las actividades o la actividad de contar, en sus dos sentidos: cuenta y relato (cfr. García Calvo, 1989, 309-313).

El ritmo constituiría la temporalidad, un principio de orden, de medida de la vida fluyente, sin el cual nos desvaneceríamos en el caos: "sin el ritmo de las estaciones, sin el de las horas y semanas de trabajo, sin el de la danza y tamboriles de la fiesta", la experiencia "amenazaría con no ser nada" (García Calvo, 1989, 313). El ritmo, a través de la impregnación lingüística del cuerpo, se revelaría, por tanto, como la razón del paralelismo de la metamorfosis en los planos individual y cósmico. Y como nexo de unión entre tiempo interior, subjetivo, y exterior, objetivo, que no dejan sin embargo de presentar entre sí una diferencia de nivel.

En lo que se refiere al lenguaje, los elementos rítmicos, que "son por esencia temporales", no pueden pertenecer al sistema de la lengua, "puesto que allí todo es abstracción, y por lo tanto ideal, acinético y eterno" (García Calvo, 1989, 332). En definitiva, la dimensión metamórfica del lenguaje brotaría de sus componentes rítmicos, que permiten establecer tanto la discontinuidad del tiempo como, a pesar de ello, algo que retorna como idéntico: "lo único especial del ritmo es que establezca la discontinuidad del tiempo y lo articule por el retorno de algo que en la inasible huida se siente, a pesar de ella, como siendo cada vez lo mismo" (García Calvo, 1989, 347).

Pretendiendo situarse "más allá del lenguaje" para llegar al ser uno e inmóvil, el lógos filosófico cortaba o separaba la unidad de lo real de todo cambio o modificación. Es la abstracción del ideal en contra de lo viviente. La pretensión de situarse más allá de la metamorfosis, más allá del tiempo.

Pero no sólo una voz nos habla. Otra, que no persigue fijar la unidad inmóvil de lo existente, nos habla desde una lejanía aún más distante. Sus ecos reverberan en el borde oculto, abismal, de la palabra que busca reflejarse en el tiempo. La voz. La palabra del poeta.

La voz, por ejemplo, de Ezra Pound, en sus Cantos, sinuosa, susurrante, deslizándose en la locura del lenguaje: "La enorme tragedia del sueño...". La voz en el descenso a los infiernos del lenguaje. En el nervio de la metamorfosis, donde habita la memoria de Ovidio. El recuerdo de toda la poesía y el cambio de la humanidad sufriente.

Todas las lenguas se entrecruzan en los Cantos, todos los giros del lenguaje viven la transformación, en la expresión unitaria del dolor, de la destrucción. Personajes históricos y literarios, hombres y dioses, lugares y hechos de la más amplia diversidad espacial y temporal, recogidos en frases y signos de distintas lenguas, se entrecruzan, contraponen y se hacen equivaler: "y con la lectura de un día puede un hombre tener la clave en sus manos". Eso, que nos parece insólito, que para nosotros alza su vuelo por vez primera en el aire de lo viviente, había ocurrido ya antes. Sigue ocurriendo. Ocurrirá de nuevo.

El poeta mira de frente, en la soledad de su palabra, el incesante girar del tiempo: "Largo es/ El tiempo, pero lo verdadero/ Acaece." (Hölderlin, Mnemosyne). Antonio Machado (1932, 1802-1803) lo dijo con claridad: la poesía brota de "dos imperativos, en cierto modo contradictorios: esencialidad y temporalidad". La poesía "es la palabra esencial en el tiempo".

El pensamiento lógico es "una actividad destemporalizadora", pretende abolir el tiempo. Y sin embargo, observa Machado: "El principio de identidad -nada hay que no sea igual a sí mismo- nos permite anclar en el río de Heráclito, de ningún modo aprisionar su onda fugitiva. Pero al poeta no le es dado pensar fuera del tiempo, porque piensa su propia vida que no es, fuera del tiempo, absolutamente nada".

En ese límite: no nos es dado "aprisionar la onda fugitiva" de la temporalidad, nace propiamente la potencia metamórfica del lenguaje, particularmente activa en los que podríamos llamar sus usos creativos: el ritual, la poesía, la narración.

Su máximo punto de intensidad se concentra en las formas estereotipadas del ritual. O en la poesía. La poesía es el lógos viviente, la palabra que reconoce en sí, constitutivamente, su entraña temporal. De ahí la paradoja, en ella el tiempo se anula: "Hoy es siempre todavía" (A. Machado, Nuevas Canciones, 1917-1930, CLXI, Proverbios y cantares, VIII).

La poesía es un surco donde alienta el poder creativo de la metamorfosis, cuya raíz más profunda germina en la capacidad humana para transferir sentidos y significación de un plano a otro del lenguaje. Lo metamórfico no se detiene en el ritmo. De ahí salta a la metáfora. Y se demora en la traducción.

Operamos transformaciones porque desde el habla, que nos constituye como humanos, nos apropiamos de un mecanismo que nos permite que una forma pueda cambiar de sentido: permanecer y, al mismo tiempo, transformarse. Ese es el núcleo de la metáfora: la célula viva del lenguaje, el procedimiento que permite la vida y regeneración continuas de las lenguas humanas.

Pero la consideración de la metáfora nos lleva, de nuevo, a la confrontación con el lógos filosófico, pues es precisamente en su contexto, y en particular en la obra de Aristóteles, donde por vez primera se toma consciencia de lo que la metáfora supone, donde por vez primera se la define: "Metáfora es la traslación de un nombre" a una cosa distinta (Poét., 1457 b 6-7).

El corte respecto a lo fluyente del lenguaje se concreta aquí en corte del lógos filosófico respecto a la metáfora. Aristóteles establece tres usos del lenguaje, que corresponden a la lógica, la retórica y la poética. El pensamiento lógico se contrapone a la poesía porque en ella la metáfora desempeña un papel crucial, y la metáfora encierra dentro de sí el enigma: "En general, de enigmas bien construidos, se pueden sacar metáforas adecuadas, porque las metáforas implican el enigma" (Ret., 1405 b 3-5). Y por ello también, en sentido inverso, si uno lo compone todo "a base de metáforas" habrá enigma (Poét., 1458 a 25).

Nacida ella misma del enigma, la filosofía busca su perfil como ruptura y contraposición al mismo. Lo que implica, también, una ruptura con la metáfora. En la Metafísica, y en un contexto donde se discute la relación entre ideas y especies, se rechaza el valor de un argumento como algo vacío o metafórico-poético: "Afirmar que las especies son paradigmas y que participan de ellas las demás cosas son palabras vacías y metáforas poéticas" (991 a 20-22).

Entiéndase bien: no se trata de negar la poesía, sino de diferenciarla de la filosofía. Mientras que ésta debe evitar la metáfora, en la poesía "lo más importante con mucho" es su dominio. Ya que, indica Aristóteles, dicho dominio es "lo único que no se puede tomar de otro, y es indicio de talento; pues hacer buenas metáforas es percibir la semejanza" (Poét., 1459 a 5-8).

Pero si no se niega, sí podemos ver en la concepción aristotélica de la poesía una falta de consciencia del zambullido poético en la imagen, una insuficiente penetración en la discontinuidad del lenguaje poético. A ello alude José Lezama Lima (1968, 18): "La poesía, tal como aparece situada en el mundo aristotélico, buscaba tan sólo una zona homogénea, igualitaria, en donde fuesen posibles y adquiriesen su sentido las sustituciones".

La metáfora, y la poesía, son algo más que capacidad para "percibir la semejanza". Son el curso que seguimos para percibir lo mismo en lo incesantemente diferente, pero también salto hacia la imagen: "Marcha de ese discurso poético semejante a la del pez en la corriente, pues cada una de las diferenciaciones metafóricas se lanza al mismo tiempo que logra la identidad en sus diferencias, a la final apetencia de la imagen" (Lezama Lima, 1968, 11).

En ese salto al encuentro de la imagen la poesía desborda lo efectivamente existente para visualizar lo posible, lo virtual. Y eso es crear: dar vida a un mundo a partir de los materiales sensibles, pero yendo más allá, y más acá, de los mismos. Una vez más, límite y metamorfosis. Pues se trata de un desplazamiento que desde la limitación corporal, material, de lo viviente crece en un proceso metamórfico, en una transmutación de lo sensible que sobreviene en el aleteo, en el curso incesante de la palabra.

"Alquimia del verbo": en su obertura de la estación infernal de la poesía moderna, Arthur Rimbaud nos da la expresión más ajustada de esa transmutación de lo sensible. La alquimia era un itinerario de correspondencias, un cruce de caminos entre la materialidad del mundo y la vida del espíritu. La transmutación de los minerales, la búsqueda de la "piedra filosofal", entrañaba un eco, un desdoblamiento de la metamorfosis: el alma purificada celebra sus bodas con la materia enaltecida.

A nosotros, huérfanos del espíritu, errantes en el infierno de la modernidad, nos queda la alquimia de la palabra: "Con ritmos instintivos, me felicitaba por inventar un verbo poético accesible, un día u otro, a todos los sentidos" (Rimbaud, 1873, 106). Es el lenguaje de las imágenes enteramente libres, la vía de la "alucinacion simple", por la que somos capaces de ver lo uno y lo otro en cualquier cosa. Pero considero necesario profundizar, siquiera sea mínimamente, en lo que entiendo por imagen, quizás la categoría que ocupa el eje teórico de mi reflexión estética.

A diferencia del predominio anterior de las metodologías formalistas y estructuralistas, a partir del final de los años setenta las teorías de la literatura, con toda su diversidad, presentan una notable convergencia en el desplazamiento de su centro de interés. Es el texto, y no el lenguaje, que constituye sólo su material, lo que ocupa progresivamente el centro de gravedad de los análisis del fenómeno literario.

En el texto, y las diversas estrategias de análisis o abordaje de su(s) sentido(s), se centran las distintas orientaciones metodológicas de la teoría literaria que entrañan mayor interés. De la crisis y la fascinación/perplejidad ante el lenguaje, se habría producido así un giro de gran alcance, un cambio en el horizonte teórico, constituido ahora ante todo por los procesos de producción y transmisión de sentidos que todo lenguaje vehicula, y en particular el lenguaje literario.

Probablemente fue la ilusión del realismo de finales de siglo, la reducción del fenómeno literario a un mero acto de reproducción de la realidad exterior, lo que estuvo en la base de esa necesidad obsesiva de tomar conciencia del carácter verbal, lingüístico, de la literatura, y del consecuente impulso del experimentalismo. Y esa dimensión, la nueva e intensa consciencia linguistica adquirida por la literatura de nuestro siglo, ha de ser considerada como un valor irrenunciable: la literatura no reproduce una realidad exterior ya dada y definida.

Utilizando la materialidad del lenguaje produce una realidad propia, que se diferencia de lo que comúnmente llamamos realidad, y al hacerlo genera nuevos sentidos y experiencias de vida. ¿Cómo lo hace? Configurando textos, a un tiempo dotados de una articulación o estructura propia pero que requieren la recepción del lector, su colaboración interpretativa.

De ahí el malestar que la autoconsciencia linguistica introduce en la literatura: el escritor, como ha señalado W.H. Auden, a diferencia de lo que sucede con el pintor o el músico, sabe que su instrumental (el lenguaje) no está reservado para su uso exclusivo. Al contrario, el lenguaje es un producto social y puede ser empleado para los usos más diversos: "La gloria y la vergüenza de la poesía están en que su medio de expresión no es de su propiedad privada, en que un poeta no puede inventar sus palabras y en que las palabras del poeta no son productos naturales sino sociales, y utilizados para cumplir mil funciones diferentes" (Auden, 1963, 29).

Y por ello, como afirma Maurice Blanchot (1959, 233), la literatura supone un salto: "Disponemos del lenguaje común y éste hace disponible lo real, dice las cosas, nos las da apartándolas, y él mismo desaparece en este uso, siempre nulo e inaparente. Pero, al convertirse en lenguaje de ficción, éste se vuelve fuera de uso, inusitado; y, sin duda, lo que designa creemos recibirlo todavía como en la vida corriente, e incluso más fácilmente". El salto de la literatura es una operación de transformación de los usos sociales objetivos del lenguaje en un uso ficticio, o mejor aún: ficcional, gracias a la cual el lenguaje literario articulado como texto vuelve a nosotros transmitiéndonos una experiencia de la vida y los sentidos más intensa, más elaborada, que la que se alcanzaría en la materialidad inmediata del vivir.

En este punto, es conveniente dirigir de nuevo nuestra mirada a la Poética de Aristóteles. Pues ya allí, en los inicios de las teorías estética y literaria, nuestra tradición de cultura registra por vez primera la capacidad de la literatura para ampliar el mundo, situándola en la dimensión ontológica de la posibilidad.

Para Aristóteles, no es el lenguaje empleado lo que permite establecer las diferencias entre los textos, entre un texto histórico y otro poético, por ejemplo. La diferencia residiría en sus distintos criterios de articulación, en la medida en que el texto histórico hace operar su lenguaje sobre la realidad actual, efectiva, en tanto que el texto poético lo hace sobre una realidad potencial, en la dimensión de lo posible. Según Aristóteles, "el historiador y el poeta no se diferencian por decir las cosas en verso o en prosa" (pues sería posible versificar las obras de Heródoto, y no serían menos historia en verso que en prosa). La diferencia está en que "uno dice lo que ha sucedido, y el otro, lo que podría suceder" (Poét., 1451 b).

El texto poético (literario) es una unidad articulada, en la que la reproducción de las acciones humanas sigue un criterio compositivo: la estructura de las acciones (Poét., 1450 a). Y dicho criterio atiende centralmente a la verosimilitud, ya que la literatura no está concernida ni por los usos pragmáticos del concepto verdad, característicos de la vida cotidiana, ni por su uso lógico o teórico en los diferentes contextos del saber, a no ser como apropiación y circulación de esos elementos en el texto literario.

Como dice Aristóteles, no corresponde al poeta "decir lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, esto es, lo posible según la verosimilitud o la necesidad" (Poét., 1451 a). No se trata, por tanto, de una posibilidad genérica o no determinada: la posibilidad poética, literaria, se sitúa en esa dimensión intermedia entre verdad y falsedad que es la verosimilitud.

Ello entraña dos consecuencias. En primer lugar, los criterios de articulación del texto son establecidos autónomamente, en virtud de las exigencias del propio texto: y eso supone tener en cuenta la primacía de la ficción en los textos literarios. La segunda consecuencia está explícitamente señalada en la misma Poética (1461 b): "En orden a la poesía, es preferible lo imposible convincente a lo posible increíble." Es decir, el escritor debe atender, por encima incluso de la imposibilidad (actual, efectiva) de los elementos que articula verosímilmente en el texto, a su credibilidad (esto es: a su potencialidad). Lo que, en definitiva, caracteriza como tal a un texto poético, es la síntesis de verosimilitud y posibilidad.

Ahora bien, como ha hecho notar el filósofo estadounidense Joseph Margolis (1980, 277), "juzgar la verosimilitud de una ficción es precisamente comparar una ficción con el mundo real". Quedaría, por tanto, aún abierta la cuestión acerca de qué es lo que permite, en el universo lingüístico del texto, esa contraposición entre lo verosímil y lo verdadero en la que residiría el efecto estético de la literatura. En otros términos, los de Margolis (1980, 278): "¿Cuál es la naturaleza del uso específicamente ficcional del lenguaje?"

Su respuesta, utilizando como analogía la distinción de Spinoza entre natura naturans y natura naturata, es la siguiente: "Un mundo ficticio debe ser primero creado en orden a la referencia para obtenerla dentro de él -es decir, no constituido realmente. sino imaginado: un mundo tal es creado por el poder naturalizante del lenguaje. El uso ficcional del lenguaje no puede, pues, ser un uso referencial porque inicialmente crea el mundo de criaturas y acontecimientos al que algún lenguaje puede después ser usado para referirse." Habría, por tanto, desde esta perspectiva, una posible utilización de la referencia solamente a partir del momento en que el texto literario crea o imagina la ficción de un mundo que no existe realmente.

El poder naturalizante del lenguaje, para utilizar la expresión de Margolis, supondría ciertamente el paso inicial requerido para poner en pie un universo posible y verosímil, susceptible de entrar en términos de comparación con un determinado estado de cosas actual o efectivo. Pero debemos ir más allá: ese universo, el del texto, sólo consigue su pretendido efecto estético si permite la circulación dentro de sí de los materiales de sentido con que el lenguaje común se apropia del estado de cosas existente, de las consideraciones teóricas acerca del mismo, y al tiempo los intensifica y potencia al permitir que el lector en su comprensión del texto abarque un mundo y desentrañe las claves de su(s) sentido(s).

Eso explicaría la proliferación de múltiples funciones lingüísticas en el texto literario, así como la diversidad de su distribución y jerarquía, según las diferentes culturas y momentos históricos, como ha hecho notar Tzvetan Todorov (1977, 358-359), invocando la necesidad de abrirse a la construcción de una simbólica del lenguaje.

Llego así al final de mi argumentación. El mundo poéticamente imaginado, esto es: construido con imágenes, que instituye la referencialidad literaria y la dimensión simbólica del lenguaje, serían, en último término, las claves últimas del proceso estético de la literatura. Y las que nos explican, a la vez, su comunicación y cercanía con los demás universos estéticos. Pues las diversas artes alcanzan un efecto estético gracias a su capacidad de producción de imágenes humanas, verosímiles y posibles, contrapuestas simbólicamente a la aparente clausura del mundo real.

Hablo de imágenes en un sentido antropológico, no retórico: como formas simbólicas de conocimiento e identidad, producidas culturalmente, y que pueden presentarse sobre diversos soportes sensibles: lingüísticos, visuales, sonoros... Se explicaría así la intercomunicación entre las artes, al tiempo que su diferencia expresiva, sin necesidad de recurrir a una fundamentación idealista del arte y la experiencia estética.

Gracias a esa capacidad, a su potencia formativa, la literatura y las demás artes intervienen, se hacen presentes en y modifican la vida humana. Como afirma Roland Barthes (1973, 59), "el libro hace el sentido, el sentido hace la vida".

Es así como se explica que, a través del lenguaje, la literatura sea mucho más que lenguaje: interrogación y producción de sentidos (de las diversas dimensiones que la vida y la muerte plantean en el curso de la existencia humana). En conclusión, utilización material y transcendencia: límite y metamorfosis, a través de la imagen, del lenguaje en el texto literario, que para ser comprendido en toda su riqueza y alcance, ha de ser entendido como una realidad trans-lingüística. Como una organización/articulación simbólica de sentidos, que actúa simultáneamente como espejo y condicionamiento de la realidad efectiva, en acto, en la que se desarrollan nuestras vidas.

O para terminar por el comienzo, con Antonio Machado: "Ese tu Narciso/ ya no se ve en el espejo/ porque es el espejo mismo." (Nuevas Canciones, 1917-1930, CLXI, Proverbios y cantares, VI).

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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- Machado, A. (1932): "Poética", en: Poesía y prosa. Edición crítica de Oreste Macrí, Tomo III; Espasa-Calpe/Fundación Antonio Machado, Madrid, 1989, pp. 1802-1803 y 1901.

- Nietzsche, F. (1878): Humano, demasiado humano. Trad. fragmentaria en: Antología, edición de J. B. Llinares; Península, Barcelona, 1988, pp. 115-145.

- Nietzsche, F. (1888): Ecce Homo. Introd., trad. y notas de A. Sánchez Pascual; Alianza Editorial, Madrid, 1971.

- Margolis, J. (1980): Art and Philosophy. Conceptual Issues in Aesthetics. Humanities Press; Atlantic Highlands (N.J.).

- Rimbaud, A. (1873): Une saison en enfer, en: Oeuvres Complètes. Edición realizada, presentada y anotada por Antoine Adam; Gallimard ("Pléiade"), Paris, 1972, pp. 91-117 y 949-972.

- Todorov, T. (1977): Théories du Symbole; Seuil, Paris.

 

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