"Entre
el vivir y el soñar/ hay una tercera cosa./ Adivínala."
(Nuevas Canciones, 1917-1930, CLXI, Proverbios y cantares,
V). El verso intenso de Antonio Machado, en su vertiente más
enigmática, parece trazar ante nuestros ojos el arco tendido
de la palabra. Límite profundo de la experiencia de sí,
allí donde el silencio del cuerpo mudable hacia la muerte se
hace sentido. Y metamorfosis: variación en la forma,
transformación infinita, precisamente a partir de la
experiencia germinal del límite.
El cuerpo mismo es hijo de la palabra, se hace
presente en el lenguaje. Alcanza su configuración,
simbólicamente, a través de la palabra, de la cultura.
El enigma interior sobre el que germina la imagen de la
metamorfosis: la oposición entre el tiempo como eternidad
y como devenir, nos conduce irremisiblemente al ondulante mar del
lenguaje.
La obra de Freud, con el antecedente crucial de
Nietzsche, es la que abre, en nuestra cultura, la consciencia teórica
de esa intercomunicación profunda entre el cuerpo y cl
lenguaje. El psicoanálisis nos permite contemplar el cuerpo
como "el lugar escénico de la palabra": "El
cuerpo no deja de ser lo que se ve, al tiempo que es lo imaginario
de las palabras y, más allá, su esencial ambigüedad
metafórica" (Fédida, 1983, 24-25).
El pensamiento de Occidente se ha construido, sin
embargo, sobre la sujeción o el repliegue del cuerpo y la
consiguiente negación de la metamorfosis. Y así, desde
sus momentos iniciales, el proceso de constitución del lógos
filosófico en Grecia presenta los rasgos de una búsqueda
de distanciamiento de ese lenguaje/cuerpo tortuoso y variable, que
permite aludir a la fijeza de lo que no deviene a través del
devenir incesante de la palabra.
La voz que nos habla proviene de la lejanía
más ancestral. De la noche y la luz de la revelación.
Parménides es conducido a la diosa por "las yeguas muy
conocedoras", signos del Hades y de la metamorfosis. A las que
anteceden las helíades, "tras abandonar la morada de la
noche,/ hacia la luz, quitándose de la cabeza los velos con
las manos" (DK 28 B 1, 9-10). La noche y la luz. El
mundo subterráneo y el mundo solar. La muerte y la vida,
encadenadas. El gesto sutil de retirar el velo, que permite al
iniciado acceder a los misterios.
La filosofía nace del conocimiento
ritual, del anclaje en los misterios. Pero a través de un
corte, de un distanciamiento. La pupila densa del poeta, José
Lezama Lima (1989, 280), ha sido capaz de percibir esa continuidad
distanciadora entre los misterios eleusinos y Parménides:
"El es órfico sigue el reto de las
estaciones, muere y renace. Es, está y será. El es
de Parménides no depende de sumergimientos, su ente es
como su noche, un continuo, el Uno".
¿Fue realmente una revelación ritual?
Parménides adopta los rasgos del saber ancestral: el hexámetro
poético y los signos del misterio, para cuestionarIo en
profundidad. Al distinguir "la verdad bien redonda" de "las
opiniones de los mortales, para los cuales no hay fe verdadera"
(DK 28 B 1, 29-30), Parménides inicia un proceso de
abstracción del lógos (pensamiento-lenguaje),
que intenta detener el flujo metamórfico de la unidad en la
contradicción, de la verdad enigmática que se expresa
en el ritual.
Parménides confiere unidad,
identidad y fijeza a lo real. Y
al hacerlo subvierte el lenguaje, establece una conexión
entre la percepción del carácter metamórfico de
lo existente y la palabra poético-ritual. Lo que conducirá,
paradójicamente, a una relación torturada, agonística,
de la filosofía con el lenguaje, del que desconfía
radicalmente, aunque no pueda proceder sin servirse de él.
El lógos filosófico se
constituye sobre la prohibición de decir y pensar
el abismático no ser de los cantos poéticos y los
rituales: "De lo que no es, no te permito/ que lo digas ni
pienses, pues no se puede decir ni pensar/ lo que no es" (DK
28 B 8, 7-10). Repárese en el tono imperativo, en el mandato :
"no te permito"... Un nuevo lógos se
afirma, y lo hace contraponiéndose a la lógica de la
unidad en la contradicción, que nos mantendría "ciegos
y sordos", como "gente que no sabe juzgar,/ para quienes
el ser y no ser pasa como lo mismo/ y no lo mismo" (DK
13 6, 7-9).
El puente que Heráclito quiso tender entre
el saber enigmático y la abstracción del lógos
era demasiado frágil, quebradizo, ante la fuerza desatada
de la palabra vuelta sobre sí misma. Ante la dialéctica
naciente, con la que la palabra emancipada del ritual se
convertiría en eje de la vida pública. Y, a través
del juego de espejos de la reflexión, en la médula de
un lenguaje filosófico construido a partir de un corte
profundo con la materialidad de la vida.
En la vía abierta por Parménides el único
camino al conocimiento de la verdad es el que lleva al "uno que
es". Y sus rasgos son la negación de la metamorfosis y
de la temporalidad: "Un solo camino narrable/ queda: que es. Y
sobre este camino hay signos/ abundantes: que, en tanto existe, es
inengendrado e imperecedero;/ íntegro, único en su género,
inestremecible y realizado plenamente;/ nunca fue ni será,
puesto que es ahora, todo a la vez,/ un continuo" (DK B
8, 1-6). El uno que es está más allá
del cambio y del tiempo. Platón lo señalará
como condición de todo lo existente: "si el uno no es,
nada es" (Parménides, 166 c).
Pero así la materialidad de la vida se
diluye, y acaba produciéndose la inversión
de verdad y mentira (apariencia, opinión), que ya fue
sometida a crítica por Nietzsche (1888, 16): "A la
realidad se le ha despojado de su valor, de su sentido, de su
veracidad en la medida en que se ha fingido mentirosamente
un mundo ideal... El "mundo verdadero" y el "mundo
aparente" -dicho con claridad: el mundo fingido
y la realidad...".
El lógos filosófico
no sólo desconfía de la materialidad de lo real, sino
también del lenguaje. Tanto en Parménides
como en Platón la cuestión se expresa como diferencia
respecto al lenguaje de "los antiguos". Lo que supone
tanto como decir diferencia respecto al lenguaje del ritual y de la
poesía.
Para Parménides, la distinción entre
"el etéreo fuego de la llama" y la "noche
oscura" no surge del conocimiento de la verdad. Es un hecho
lingüístico, una acción de nombrar, que
brota de la mera opinión: "Según sus pareceres
han impuesto nombres a dos formas,/ de las cuales no se puede
(nombrar) a una sola: en eso se confunden" (DK B 8,
53-54). Y no se trata sólo del dualismo noche/día, que
niega la unidad del ser, sino también de la idea de
multiplicidad: "Así nacieron estas cosas, según
la opinión, y son ahora,/ y después, creciendo desde
allí, llegarán a su fin;/ para ellas los hombres han
impuesto nombres, para cada uno (un nombre) distintivo" (DK
B 19, 1-3). La doctrina filosófica de la verdad revela la
unidad e inmovilidad del ser. Toda idea de cambio provendría,
al contrario, de ese nombrar hijo de la mera opinión:
"Son todo nombres/ que los mortales han impuesto, convencidos
de que eran verdaderos:/ generarse y perecer, ser y no (ser),/
cambiar de lugar y mudar de color brillante" (DK B 8,
38-41).
En el Crátilo, Platón
atribuye a "los hombres de la remota antigüedad que
pusieron los nombres" (411 b) el origen de la idea de la
movilidad del ser. Aquellos que dieron los nombres, "quienes
los impusieron, lo hicieron en la idea de que todo se mueve y fluye"
(439 c). Y, por tanto, al estar estructuralmente configurado el
lenguaje como permanencia y cambio, como metamorfosis, la
aspiración al conocimiento de la verdad habrá de
situarse más allá del lenguaje: "No es a
partir de los nombres, sino que hay que conocer y buscar los seres
en sí mismos más que a partir de los nombres"
(439 b).
En definitiva, la voluntad de abstracción
del lógos filosófico niega lo metamórfico
y, consecuentemente, desconfía del lenguaje. Ésa
es la problematicidad de nombres y palabras, que dicen todas
las cosas, pero no alcanzan a decir "lo que es". Aunque,
claro está, la filosofía no puede sustraerse a su
utilización, se expresa lingüísticamente.
Y de ahí la incertidumbre última del propio
proceso de conocimiento, que no puede dejar de operar, como Platón
reconoce, sino "por un medio tan débil como las palabras"
(Carta VII, 342 e).
Consciente de esa dificultad constitutiva, el
pensamiento filosófico ha pretendido, durante siglos,
alcanzar un lenguaje no sometido al cambio, en el que pudieran
expresarse las "verdades eternas" y la inmovilidad del
ser. Es lo que conduce a lo que Nietzsche (1878, 122) llamó "el
lenguaje como presunta ciencia". El corte, la inversión,
del ideal respecto a lo real tendría así su punto de
apoyo en el lenguaje filosófico, particularmente en la lógica:
"También la lógica se basa en
presupuestos a los que no les corresponde nada en el mundo real, por
ejemplo, el de la igualdad de las cosas, el de la identidad de la
misma cosa en diferentes puntos del tiempo" (Nietzsche, 1878,
122). El ser uno, inmóvil e idéntico, de Parménides
no habría dejado de gravitar en e! largo proceso de
nuestra tradición de cultura, convirtiéndose en principio
o fundamento de la filosofía y de la
ciencia. Y en clave inspiradora del corte o separación
entre el uso teórico y los usos no teóricos (poético,
religioso, práctico...) del lenguaje.
Sin embargo, atendiendo a las características
del lenguaje, la idea de la unidad y fijeza del ser y el
sentido supone aislar su dimensión de
permanencia respecto a la igualmente constitutiva de cambio. Desde
un punto de vista teórico, gramatical, es lo que expresa la
conocida diferenciación, por Ferdinand de Saussure, entre el
plano de la lengua (langue) y el del habla o palabra
(parole).
Las nociones de sistema, orden o regularidad,
inherentes al concepto de lengua, son, no obstante, como señala
Agustín García Calvo (1989, 292), "abstracciones
(ideales operativos en todo caso) que carecen de realidad en el
lenguaje, si por "realidad" se entiende el tema de las
ciencias (naturales o sociales)". Ahora bien, se trataría
de un tipo particular de abstracciones, dadas en su objeto mismo, en
la lengua, y que constituirían "precisamente sus
realidades fundamentales". Y esto es así al considerar "la
lengua misma", y no su realización. Al considerar "la
lengua como existente en la conciencia común de los
hablantes, que es a su vez una abstracción" (García
Calvo, 1989, 292).
Esa abstracción de un lógos común
constituye, como sabemos, el eje de la heraclítea lógica
de la unidad en la contradicción, sobre la que se asienta la
idea de permanencia en el cambio.
Pero no olvidemos el otro plano del lenguaje, el
del cambio. Según García Calvo (1989, 293), el cambio
de la lengua "no puede Ilamarse evolución, ya que la
discontinuidad es" inherente a la misma, "sino mutación".
Siendo el lenguaje un tipo especial de acción, y no
un hecho cultural: en la medida en que todos los hechos culturales y
sociales tienen en su base el lenguaje, su incesante movilidad, su
transformación constante, alientan en la vida del habla, en
el tránsito de la palabra. Y así, como ha observado
George Steiner (1975, 33), el mejor modelo de la pretendida fórmula
heraclítea: "todo fluye", sería precisamente
el lenguaje: "El lenguaje (...) constituye el
modelo más sobresaliente del principio de Heráclito.
Se altera en todo momento del tiempo vivido".
Pero conviene insistir en un aspecto fundamental:
se trata de una alteración incesante que sobreviene en el
trasfondo de la abstracción de una lengua común. La
diferencia respecto al ser único y fijo de Parménides,
núcleo de la tradición filosófica de Occidente,
se situaría no en la oposición permanencia/cambio,
sino en el corte o separación de la permanencia respecto al
carácter fluyente del lenguaje que se opera con el poema de
Parménides.
Y ese carácter fluyente del lenguaje nos
lleva a la estrecha asociación de la metamorfosis con el
proceso temporal, con la experiencia del tiempo. García Calvo
(1989, 308) ha considerado el ritmo del lenguaje como
"la aplicación a la producción lingüística
de algo mucho más vasto y general a lo que obedece todo
aquello que se percibe temporalmente, en el tiempo, como suele
decirse, o tal vez mejor dicho constituyendo el tiempo".
El lenguaje humano es articulado y discontinuo; se
da "a golpes": sílabas o frases, lo que supone un
ritmo. Pero igualmente encontramos discontinuidad y articulación
en el propio cuerpo (en especial, el brazo y los dedos), en cuyo
interior más profundo habitaría también el
ritmo, en su apertura al gesto, la mímica, la danza... Rítmicas
son, asimismo, la ordenación ritual de las actividades o la
actividad de contar, en sus dos sentidos: cuenta y relato (cfr. García
Calvo, 1989, 309-313).
El ritmo constituiría la temporalidad, un
principio de orden, de medida de la vida fluyente, sin el cual nos
desvaneceríamos en el caos: "sin el ritmo de las
estaciones, sin el de las horas y semanas de trabajo, sin el de la
danza y tamboriles de la fiesta", la experiencia "amenazaría
con no ser nada" (García Calvo, 1989, 313). El ritmo, a
través de la impregnación lingüística del
cuerpo, se revelaría, por tanto, como la razón del
paralelismo de la metamorfosis en los planos individual y cósmico.
Y como nexo de unión entre tiempo interior, subjetivo, y
exterior, objetivo, que no dejan sin embargo de presentar entre
sí una diferencia de nivel.
En lo que se refiere al lenguaje, los elementos rítmicos,
que "son por esencia temporales", no pueden pertenecer al
sistema de la lengua, "puesto que allí todo es abstracción,
y por lo tanto ideal, acinético y eterno" (García
Calvo, 1989, 332). En definitiva, la dimensión metamórfica
del lenguaje brotaría de sus componentes rítmicos, que
permiten establecer tanto la discontinuidad del tiempo como, a pesar
de ello, algo que retorna como idéntico: "lo único
especial del ritmo es que establezca la discontinuidad del tiempo y
lo articule por el retorno de algo que en la inasible huida se
siente, a pesar de ella, como siendo cada vez lo mismo"
(García Calvo, 1989, 347).
Pretendiendo situarse "más allá
del lenguaje" para llegar al ser uno e inmóvil, el lógos
filosófico cortaba o separaba la unidad de lo real de
todo cambio o modificación. Es la abstracción del
ideal en contra de lo viviente. La pretensión de situarse más
allá de la metamorfosis, más allá del tiempo.
Pero no sólo una voz nos habla. Otra, que
no persigue fijar la unidad inmóvil de lo existente, nos
habla desde una lejanía aún más distante. Sus
ecos reverberan en el borde oculto, abismal, de la palabra que busca
reflejarse en el tiempo. La voz. La palabra del
poeta.
La voz, por ejemplo, de Ezra Pound, en sus Cantos,
sinuosa, susurrante, deslizándose en la locura del
lenguaje: "La enorme tragedia del sueño...". La voz
en el descenso a los infiernos del lenguaje. En el nervio de la
metamorfosis, donde habita la memoria de Ovidio. El recuerdo de toda
la poesía y el cambio de la humanidad sufriente.
Todas las lenguas se entrecruzan en los Cantos,
todos los giros del lenguaje viven la transformación, en
la expresión unitaria del dolor, de la destrucción.
Personajes históricos y literarios, hombres y dioses, lugares
y hechos de la más amplia diversidad espacial y temporal,
recogidos en frases y signos de distintas lenguas, se entrecruzan,
contraponen y se hacen equivaler: "y con la lectura de
un día puede un hombre tener la clave en sus manos".
Eso, que nos parece insólito, que para nosotros alza su vuelo
por vez primera en el aire de lo viviente, había ocurrido ya
antes. Sigue ocurriendo. Ocurrirá de nuevo.
El poeta mira de frente, en la soledad de su
palabra, el incesante girar del tiempo: "Largo es/ El tiempo,
pero lo verdadero/ Acaece." (Hölderlin, Mnemosyne).
Antonio Machado (1932, 1802-1803) lo dijo con claridad: la poesía
brota de "dos imperativos, en cierto modo contradictorios:
esencialidad y temporalidad". La poesía "es la
palabra esencial en el tiempo".
El pensamiento lógico es "una
actividad destemporalizadora", pretende abolir el tiempo. Y sin
embargo, observa Machado: "El principio de identidad -nada hay
que no sea igual a sí mismo- nos permite anclar en el río
de Heráclito, de ningún modo aprisionar su onda
fugitiva. Pero al poeta no le es dado pensar fuera del tiempo,
porque piensa su propia vida que no es, fuera del tiempo,
absolutamente nada".
En ese límite: no nos es dado "aprisionar
la onda fugitiva" de la temporalidad, nace propiamente la potencia
metamórfica del lenguaje, particularmente activa en los
que podríamos llamar sus usos creativos: el ritual,
la poesía, la narración.
Su máximo punto de intensidad se concentra
en las formas estereotipadas del ritual. O en la poesía. La
poesía es el lógos viviente, la
palabra que reconoce en sí, constitutivamente, su entraña
temporal. De ahí la paradoja, en ella el tiempo se anula: "Hoy
es siempre todavía" (A. Machado, Nuevas Canciones,
1917-1930, CLXI, Proverbios y cantares, VIII).
La poesía es un surco donde alienta el
poder creativo de la metamorfosis, cuya raíz más
profunda germina en la capacidad humana para transferir sentidos y
significación de un plano a otro del lenguaje. Lo metamórfico
no se detiene en el ritmo. De ahí salta a la metáfora.
Y se demora en la traducción.
Operamos transformaciones porque desde el habla,
que nos constituye como humanos, nos apropiamos de un mecanismo que
nos permite que una forma pueda cambiar de sentido: permanecer y, al
mismo tiempo, transformarse. Ese es el núcleo de la metáfora:
la célula viva del lenguaje, el procedimiento que permite
la vida y regeneración continuas de las lenguas humanas.
Pero la consideración de la metáfora
nos lleva, de nuevo, a la confrontación con el lógos
filosófico, pues es precisamente en su contexto, y en
particular en la obra de Aristóteles, donde por vez primera
se toma consciencia de lo que la metáfora supone, donde por
vez primera se la define: "Metáfora es la traslación
de un nombre" a una cosa distinta (Poét.,
1457 b 6-7).
El corte respecto a lo fluyente del lenguaje se
concreta aquí en corte del lógos filosófico
respecto a la metáfora. Aristóteles establece tres
usos del lenguaje, que corresponden a la lógica, la retórica
y la poética. El pensamiento lógico se contrapone a la
poesía porque en ella la metáfora desempeña un
papel crucial, y la metáfora encierra dentro de sí
el enigma: "En general, de enigmas bien
construidos, se pueden sacar metáforas adecuadas, porque las
metáforas implican el enigma" (Ret., 1405 b
3-5). Y por ello también, en sentido inverso, si uno lo
compone todo "a base de metáforas" habrá
enigma (Poét., 1458 a 25).
Nacida ella misma del enigma, la filosofía
busca su perfil como ruptura y contraposición al mismo. Lo
que implica, también, una ruptura con la metáfora. En
la Metafísica, y en un contexto donde se
discute la relación entre ideas y especies, se rechaza el
valor de un argumento como algo vacío o metafórico-poético:
"Afirmar que las especies son paradigmas y que participan de
ellas las demás cosas son palabras vacías y metáforas
poéticas" (991 a 20-22).
Entiéndase bien: no se trata de negar la
poesía, sino de diferenciarla de la filosofía.
Mientras que ésta debe evitar la metáfora, en la
poesía "lo más importante con mucho" es su
dominio. Ya que, indica Aristóteles, dicho dominio es "lo
único que no se puede tomar de otro, y es indicio de talento;
pues hacer buenas metáforas es percibir la semejanza" (Poét.,
1459 a 5-8).
Pero si no se niega, sí podemos ver en la
concepción aristotélica de la poesía una falta
de consciencia del zambullido poético en la imagen,
una insuficiente penetración en la discontinuidad
del lenguaje poético. A ello alude José Lezama
Lima (1968, 18): "La poesía, tal como aparece situada en
el mundo aristotélico, buscaba tan sólo una zona homogénea,
igualitaria, en donde fuesen posibles y adquiriesen su sentido las
sustituciones".
La metáfora, y la poesía,
son algo más que capacidad para "percibir la semejanza".
Son el curso que seguimos para percibir lo mismo en lo
incesantemente diferente, pero también salto hacia la
imagen: "Marcha de ese discurso poético
semejante a la del pez en la corriente, pues cada una de las
diferenciaciones metafóricas se lanza al mismo tiempo que
logra la identidad en sus diferencias, a la final apetencia de la
imagen" (Lezama Lima, 1968, 11).
En ese salto al encuentro de la imagen la poesía
desborda lo efectivamente existente para visualizar lo posible, lo
virtual. Y eso es crear: dar vida a un mundo a
partir de los materiales sensibles, pero yendo más allá,
y más acá, de los mismos. Una vez más,
límite y metamorfosis. Pues se trata de un
desplazamiento que desde la limitación corporal,
material, de lo viviente crece en un proceso metamórfico,
en una transmutación de lo sensible que sobreviene en el
aleteo, en el curso incesante de la palabra.
"Alquimia del verbo": en su obertura de
la estación infernal de la poesía moderna, Arthur
Rimbaud nos da la expresión más ajustada de esa
transmutación de lo sensible. La alquimia era un itinerario
de correspondencias, un cruce de caminos entre la materialidad del
mundo y la vida del espíritu. La transmutación
de los minerales, la búsqueda de la "piedra filosofal",
entrañaba un eco, un desdoblamiento de la metamorfosis: el
alma purificada celebra sus bodas con la materia enaltecida.
A nosotros, huérfanos del espíritu,
errantes en el infierno de la modernidad, nos queda la alquimia de
la palabra: "Con ritmos instintivos, me felicitaba por inventar
un verbo poético accesible, un día u otro, a todos los
sentidos" (Rimbaud, 1873, 106). Es el lenguaje de las imágenes
enteramente libres, la vía de la "alucinacion simple",
por la que somos capaces de ver lo uno y lo otro en cualquier cosa.
Pero considero necesario profundizar, siquiera sea mínimamente,
en lo que entiendo por imagen, quizás la categoría
que ocupa el eje teórico de mi reflexión estética.
A diferencia del predominio anterior de las
metodologías formalistas y estructuralistas, a partir del
final de los años setenta las teorías de la
literatura, con toda su diversidad, presentan una notable
convergencia en el desplazamiento de su centro de interés. Es
el texto, y no el lenguaje, que
constituye sólo su material, lo que ocupa progresivamente el
centro de gravedad de los análisis del fenómeno
literario.
En el texto, y las diversas estrategias de análisis
o abordaje de su(s) sentido(s), se centran las
distintas orientaciones metodológicas de la teoría
literaria que entrañan mayor interés. De la crisis y
la fascinación/perplejidad ante el lenguaje, se habría
producido así un giro de gran alcance, un cambio en el
horizonte teórico, constituido ahora ante todo por los procesos
de producción y transmisión de sentidos que
todo lenguaje vehicula, y en particular el lenguaje literario.
Probablemente fue la ilusión del realismo
de finales de siglo, la reducción del fenómeno
literario a un mero acto de reproducción de la realidad
exterior, lo que estuvo en la base de esa necesidad obsesiva de
tomar conciencia del carácter verbal, lingüístico,
de la literatura, y del consecuente impulso del experimentalismo. Y
esa dimensión, la nueva e intensa consciencia linguistica
adquirida por la literatura de nuestro siglo, ha de ser
considerada como un valor irrenunciable: la literatura no reproduce
una realidad exterior ya dada y definida.
Utilizando la materialidad del lenguaje
produce una realidad propia, que se diferencia
de lo que comúnmente llamamos realidad, y al
hacerlo genera nuevos sentidos y experiencias de vida.
¿Cómo lo hace? Configurando textos, a
un tiempo dotados de una articulación o estructura propia
pero que requieren la recepción del lector, su colaboración
interpretativa.
De ahí el malestar que la autoconsciencia
linguistica introduce en la literatura: el escritor,
como ha señalado W.H. Auden, a diferencia de lo que sucede
con el pintor o el músico, sabe que su instrumental (el
lenguaje) no está reservado para su uso exclusivo. Al
contrario, el lenguaje es un producto social y puede
ser empleado para los usos más diversos: "La gloria y la
vergüenza de la poesía están en que su medio de
expresión no es de su propiedad privada, en que un poeta no
puede inventar sus palabras y en que las palabras del poeta no son
productos naturales sino sociales, y utilizados para cumplir mil
funciones diferentes" (Auden, 1963, 29).
Y por ello, como afirma Maurice Blanchot (1959,
233), la literatura supone un salto: "Disponemos
del lenguaje común y éste hace disponible lo real,
dice las cosas, nos las da apartándolas, y él mismo
desaparece en este uso, siempre nulo e inaparente. Pero, al
convertirse en lenguaje de ficción, éste se vuelve
fuera de uso, inusitado; y, sin duda, lo que designa creemos
recibirlo todavía como en la vida corriente, e incluso más
fácilmente". El salto de la
literatura es una operación de transformación de los
usos sociales objetivos del lenguaje en un uso ficticio,
o mejor aún: ficcional, gracias a la cual
el lenguaje literario articulado como texto vuelve a
nosotros transmitiéndonos una experiencia de la vida
y los sentidos más intensa, más elaborada, que la que
se alcanzaría en la materialidad inmediata del vivir.
En este punto, es conveniente dirigir de nuevo
nuestra mirada a la Poética de Aristóteles.
Pues ya allí, en los inicios de las teorías estética
y literaria, nuestra tradición de cultura registra por vez
primera la capacidad de la literatura para ampliar el mundo,
situándola en la dimensión ontológica de la
posibilidad.
Para Aristóteles, no es el lenguaje
empleado lo que permite establecer las diferencias entre los textos,
entre un texto histórico y otro poético, por
ejemplo. La diferencia residiría en sus distintos criterios
de articulación, en la medida en que el texto histórico
hace operar su lenguaje sobre la realidad actual, efectiva,
en tanto que el texto poético lo hace sobre una realidad
potencial, en la dimensión de lo posible.
Según Aristóteles, "el historiador y el poeta
no se diferencian por decir las cosas en verso o en prosa"
(pues sería posible versificar las obras de Heródoto,
y no serían menos historia en verso que en prosa). La
diferencia está en que "uno dice lo que ha sucedido, y
el otro, lo que podría suceder" (Poét.,
1451 b).
El texto poético (literario) es una unidad
articulada, en la que la reproducción de las acciones humanas
sigue un criterio compositivo: la estructura de las acciones (Poét.,
1450 a). Y dicho criterio atiende centralmente a la verosimilitud,
ya que la literatura no está concernida ni por los usos
pragmáticos del concepto verdad, característicos
de la vida cotidiana, ni por su uso lógico o teórico
en los diferentes contextos del saber, a no ser como apropiación
y circulación de esos elementos en el texto literario.
Como dice Aristóteles, no corresponde al
poeta "decir lo que ha sucedido, sino lo que podría
suceder, esto es, lo posible según la verosimilitud o la
necesidad" (Poét., 1451 a). No se trata,
por tanto, de una posibilidad genérica o no determinada: la
posibilidad poética, literaria, se sitúa
en esa dimensión intermedia entre verdad y falsedad que es la
verosimilitud.
Ello entraña dos consecuencias. En primer
lugar, los criterios de articulación del texto son
establecidos autónomamente, en virtud de las exigencias del
propio texto: y eso supone tener en cuenta la primacía de
la ficción en los textos literarios. La segunda
consecuencia está explícitamente señalada en la
misma Poética (1461 b): "En orden a la
poesía, es preferible lo imposible convincente a lo posible
increíble." Es decir, el escritor debe atender, por
encima incluso de la imposibilidad (actual, efectiva) de los
elementos que articula verosímilmente en el
texto, a su credibilidad (esto es: a su potencialidad).
Lo que, en definitiva, caracteriza como tal a un texto poético,
es la síntesis de verosimilitud y
posibilidad.
Ahora bien, como ha hecho notar el filósofo
estadounidense Joseph Margolis (1980, 277), "juzgar la
verosimilitud de una ficción es precisamente comparar
una ficción con el mundo real". Quedaría,
por tanto, aún abierta la cuestión acerca de qué
es lo que permite, en el universo lingüístico del texto,
esa contraposición entre lo verosímil y lo verdadero
en la que residiría el efecto estético de la
literatura. En otros términos, los de Margolis (1980, 278): "¿Cuál
es la naturaleza del uso específicamente ficcional del
lenguaje?"
Su respuesta, utilizando como analogía la
distinción de Spinoza entre natura naturans y
natura naturata, es la siguiente: "Un mundo
ficticio debe ser primero creado en orden a la referencia para
obtenerla dentro de él -es decir, no constituido realmente.
sino imaginado: un mundo tal es creado por el poder naturalizante
del lenguaje. El uso ficcional del lenguaje no puede, pues, ser
un uso referencial porque inicialmente crea el mundo de criaturas y
acontecimientos al que algún lenguaje puede después
ser usado para referirse." Habría, por tanto,
desde esta perspectiva, una posible utilización de la
referencia solamente a partir del momento en que el texto literario
crea o imagina la ficción de
un mundo que no existe realmente.
El poder naturalizante del
lenguaje, para utilizar la expresión de Margolis, supondría
ciertamente el paso inicial requerido para poner en pie un universo
posible y verosímil, susceptible de entrar en términos
de comparación con un determinado estado de cosas actual
o efectivo. Pero debemos ir más allá: ese
universo, el del texto, sólo consigue su pretendido efecto
estético si permite la circulación dentro de sí
de los materiales de sentido con que el lenguaje común se
apropia del estado de cosas existente, de las consideraciones teóricas
acerca del mismo, y al tiempo los intensifica y potencia al permitir
que el lector en su comprensión del texto abarque un mundo y
desentrañe las claves de su(s) sentido(s).
Eso explicaría la proliferación de múltiples
funciones lingüísticas en el texto literario, así
como la diversidad de su distribución y jerarquía, según
las diferentes culturas y momentos históricos, como ha hecho
notar Tzvetan Todorov (1977, 358-359), invocando la
necesidad de abrirse a la construcción de una simbólica
del lenguaje.
Llego así al final de mi argumentación.
El mundo poéticamente imaginado, esto es:
construido con imágenes, que instituye la
referencialidad literaria y la dimensión simbólica
del lenguaje, serían, en último término,
las claves últimas del proceso estético
de la literatura. Y las que nos explican, a la vez, su
comunicación y cercanía con los demás universos
estéticos. Pues las diversas artes alcanzan un efecto estético
gracias a su capacidad de producción de imágenes
humanas, verosímiles y posibles, contrapuestas
simbólicamente a la aparente clausura del
mundo real.
Hablo de imágenes en un sentido
antropológico, no retórico: como formas simbólicas
de conocimiento e identidad, producidas culturalmente, y
que pueden presentarse sobre diversos soportes sensibles: lingüísticos,
visuales, sonoros... Se explicaría así la
intercomunicación entre las artes, al tiempo que su
diferencia expresiva, sin necesidad de recurrir a una fundamentación
idealista del arte y la experiencia estética.
Gracias a esa capacidad, a su potencia formativa,
la literatura y las demás artes intervienen, se
hacen presentes en y modifican la vida humana. Como afirma Roland
Barthes (1973, 59), "el libro hace el sentido, el sentido hace
la vida".
Es así como se explica que, a través
del lenguaje, la literatura sea mucho más que lenguaje:
interrogación y producción de sentidos
(de las diversas dimensiones que la vida y la muerte plantean en
el curso de la existencia humana). En conclusión, utilización
material y transcendencia: límite y metamorfosis,
a través de la imagen, del lenguaje en el
texto literario, que para ser comprendido en toda su
riqueza y alcance, ha de ser entendido como una realidad trans-lingüística.
Como una organización/articulación simbólica
de sentidos, que actúa simultáneamente como espejo y
condicionamiento de la realidad efectiva, en acto,
en la que se desarrollan nuestras vidas.
O para terminar por el comienzo, con Antonio
Machado: "Ese tu Narciso/ ya no se ve en el espejo/ porque es
el espejo mismo." (Nuevas Canciones, 1917-1930, CLXI,
Proverbios y cantares, VI).
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